Leo hoy, 29 de Julio, en el periódico La Nación, que Francia mantiene posturas antagónicas “en los extremos políticos” sobre una fiesta inaugural que no pasó inadvertida: el cuadro de la Última Cena, del que dio explicaciones también su coreógrafo. La Conferencia Episcopal Francesa se quejó de una presunta burla al cristianismo en relación a la teatralización de la mencionada Cena. Ignoro a qué se refirió la prensa gráfica nacional con la expresión “extremos políticos”. A mí, la cuestión no me parece “política”. Sólo religiosa (y falaz según se verá a renglón seguido). Claro que cada cronista demuestra su mundo posible según opina cuando informa.
En paralelo, recibo en mi celular, casi de inmediato, varios mensajes de conocidos que se quejaban de esa parte del evento. Utilizaban un ícono que “tacha” el de los Juegos Olímpicos y antepone una Cruz en negro. En la era de la imagen, se incentivan siempre estas metonimias, de efecto visual directo. La religión católica y cristiana, a juzgar por estos mensajes, debería estar de luto.
Como cristiana (católica, de padre luterano) aclaro que no me siento en modo alguno representada por los dichos de la Conferencia Episcopal Francesa, en tanto no he observado referencia alguna, ni siquiera analógica, a Jesús, a Dios, a la Virgen María ni al Espíritu Santo. Se ve que la literalidad, esa peculiar manera de pensar tan básica y en boga ahora, lamentablemente circula hasta en los claustros escolásticos más prudentes. Por contigüidad automática, el bochorno escandaloso desconoció al dios del vino y provocó disgusto el humor negro en la recreación de una fiesta pagana. Devino enseguida la esperada e intolerante (ir) reflexión.
¿Ser católica implica renunciar al buen gusto de un espectáculo que debería hacer historia por lo bello? Al que le cupo el sayo por la ambientación inicial de la Última Cena resulta casi obvio que se dejara guiar por los impulsos, caros a la posmodernidad: remitirse a la literalidad del contenido sin tener en cuenta la época ni el contexto que lo inspira. Quienes sabemos un poco sobre el análisis del discurso, en cambio, respecto de las imágenes visuales fijas y en movimiento, de semiología y estéticas, (católicos, cristianos o no), creo que nos permitimos disfrutar de una obra de arte en la exhibición de la fiesta parisina, más allá de estos “debates” falaces expuestos a la prensa en tiempos en que la mayoría del planeta desearía vivir en paz y cierta armonía.
Los símbolos religiosos son sagrados. Ello no significa que haya que iniciar guerras culturales al menor “tropiezo” de intérpretes que malinterpretan la cultura. Francia es libre y antropológicamente ha re- presentado (no, “presentado”) su civilidad, sus derechos vigentes en la convivencia de distintas “tribus” urbanas, homenajeó al Lido, a la moda y el diseño, al deporte; a su literatura y cantantes, inclusive a sus videojuegos y vedettes. El arte “representa”, es decir no copia nada (ni siquiera lo hacía el cine en sus inicios, durante los tiempos de los hermanos Lumière). Existe para el artista una mediación cognitiva que debe entenderse dentro de los cánones de la estética. No, de la religión. Y aunque antepusiéramos nuestra Fe, ¿dónde estaba la ofensa?: se trataba de una fiesta pagana relacionada con el Olimpo (Juegos olímpicos…). Esta es la analogía que debería haberse hecho, pues la Hermenéutica tiene reglas, no es disparatada y se basa, entre otras tantas, en el sensus communis (dinámico por la época) y opuesto a la deinotes del sabelotodo astuto que impone su conocimiento a toda costa.
La ilustración poco tiene que ver con la trascendencia del alma, esta no se graba a fuego porque los feligreses se dan cuenta de un infinito “más allá del Ser”. ¿Acaso la Fe es tan antropocéntrica como para caer en la fórmula nihilista en sentido que sólo existe lo que los humanos nombran?
Las celebraciones paganas, propias del medioevo, solían burlarse de la Fe, es cierto. ¡En la edad Media!: Roma le disputaba a Avignon el poder de los papas, el pueblo y algunos príncipes se habían cansado de la corrupción, se buscaba así que los romanos tomaron el control de una Iglesia desmembrada y con feroces internas. Si la pasarela en la fiesta inicial de los Juegos Olímpicos fue ofensiva, deberían haberse quejado también las grandes marcas, los diseñadores de alta oscura. Incluso, las personas no binarias representadas en el desfile: la sociedad francesa (parte de ésta cuando menos) acepta a los sujetos más allá de su origen biológico. Y de seguirse con el mismo esquema hermenéutico de los impugnantes, la “última cena” del coreógrafo (no, la de Jesús con sus Apóstoles), bien podía ser considerada otro alerta para aquéllos por el tono paródico generalizado de la pasarela.
La interpretación, sin embargo, posee sus normas; la paranoia no es fuente de ningún análisis del discurso ni del estudio sobre las imágenes visuales, tanto menos la ostentan los críticos. El arte, como forma histórica acuñada en el Renacimiento, es polisémico y ha sido objeto durante los siglos posteriores de desplazamientos, irrupciones y mestizajes eclécticos. Las deconstrucciones conceptuales surgieron con mayor fuerza durante el siglo XX, con la aparición de sistemas de decodificación, en tanto se había concretado, paulatinamente, un proceso de desorientación respecto de los valores artísticos tradicionales del Renacimiento, que a su vez habían modificado a los de los clásicos, etc. La crítica y la estética debieron hacerse cargo, entonces, de la complejidad de las intersemiosis (cruces de lenguajes) entre la plástica, el cine, la escritura, la escultura, etcétera.
Y desde Louis Hjelmslev (1973) por citar un solo ejemplo, el arte debería comprenderse en las claves de su proceso significante, independientemente del resultado de sus contenidos. Ver el proceso artístico en contexto es una norma cuando menos prudente si nos referimos a las disciplinas del arte. Y la diferencia entre arte y política, aunque se dice que esta es el arte de lo posible (en el sentido de medio, no de obra), estriba en que el primero, universal, llega a pobres y a ricos, a cristianos, judíos, musulmanes y agnósticos; a liberales y a conservadores. Cada uno tendrá su ideología y su concepción de lo bello. Ello no nos habilita, sin embargo, a juzgar ni a cancelar. Es lo que aprendí en el colegio y en la universidad. (Mi Fe continúa incólume, no me siento reprochada por lo que escribo ni pienso confesarme al respecto).
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