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Honestidad por encima de Talento

Los tiempos actuales reclaman y reivindican a toda hora un talento que no es tal
Diego Vadillo López
miércoles, 14 de septiembre de 2016, 08:36 h (CET)
Otorgamos corporeidad a una fantasmagórica “existencia­photo­shop”. El narcisismo que contempla a nuestras sociedades en la actualidad lanza al ciudadano a un banal inconformismo que lo lleva a la continua impostura en un grado sin precedentes. No conformes con ser lo que somos, nos lanzamos a aparentar ser lo que no somos pero que nos gustaría ser, contribuyendo a posibilitar un panorama en el que la Honestidad cotiza muy a la baja.

El mundo está encanallado en términos globales así como en cada uno de los compartimentos en que se distribuye la humana sociabilidad. Quizá el diagnóstico de esta enfermedad que viene corroyendo el coparticipado devenir de la especie sea lo más fácil de establecer, pero la implementación del tratamiento, paliativo o curativo, ya se antoja otro cantar.

Valdría con aplicar al tejido social el ungüento de la Honestidad. Todo está pervertido por no sustentarse en la susodicha Honestidad. La Política, práctica a la que queda subordinado el manejo de las humanas comunidades se basa, incluso en las menos desapacibles experiencias, en la mentira, una mentira germinal enraizada en la noche de los tiempos, cuyas burdas ramificaciones han alcanzado nuestro contemporáneo vivir.

La estafa no sorprende porque ha adquirido cuerpo de convención en muchos casos.

Los procesos electorales son espectáculos, pintorescos pese a lo convencionales, en los que una serie de facciones mienten y difaman en su persecución del objetivo que es detentar cuanto mayores cotas de poder e influencia en contra del bien común. Muchos de estos inmersos en tan falaz activismo no son gentes especialmente brillantes, matiz que al menos otorgaría un razonamiento algo socorrido a quienes bogan por apuntalar esa dinámica.

La sociedad que llevamos siglos construyendo integra la mentira útil, piadosa, necesaria... como un valor ineludible, como píldora social necesaria para la sobrevivencia.

Ahí está el primero de los males que siguen sin dejar de degradar nuestra vida común.

El éxito está bajo sospecha. Que un atleta obtenga determinadas marcas “sobrehumanas” puede deberse a una vida de sacrificio o a lo anterior sumado a una serie de ayudas farmacológicamente ilícitas. Que un artista o un profesional goce con determinados favores promocionales puede deberse bien a su talento y genialidad, bien a una serie de previas habilidades en otras lides. Y ni que decir en la ya aludida esfera político­administrativa...

Se nos vende habitualmente a la contrabandista usanza un talento indeseable, indeseable por lo falsario. Por eso se nos antoja más deseable un aurea mediocritas sustentada en la Honestidad, lo que no quiere decir que reneguemos del talento, sino que lo que deseemos sea aquella aptitud que se erige sobre la conducta honorable, esto es, el talento de verdad, no el de plástico.

La vida está bajo sospecha.

La vida aúpa lo real y lo simulado, abocándonos a asumirlo todo en el mismo paquete por no sustentarse esta, en los ámbitos en que se distribuye, en la Honestidad.

Uno prefiere, si no acceder a lo mejor, sí saber al menos que se está resignando a otras vías conducentes a productos o entornos de menor presteza o relevancia pero dignos al cabo y claramente explicitados.

Lo egregio es lo que se ha sabido situar en los estantes más prestigiados del comercio en que ha sido instituida la vida toda. Por ejemplo, no necesariamente el más reputado catedrático ha de ser necesariamente el más eficaz docente, pudiendo haber llegado a brillar por haber maximizado una serie de recursos y posibilidades, habiendo podido llegar a ser un intelectual de cierto fuste, e incluso mediático, por tener claro que siendo un honesto impartidor de conocimientos e indagador de saberes meramente no se medra de la misma manera que arrimándose a determinadas gentes o entornos de influencia.

Las bases de la vida político­social no están establecidas con arreglo a parámetros de Honestidad, sino de oportunismo, que es el traje terminológico que viste a la deshonestidad en muchas de sus comparecencias.

Así las cosas, otros valores como la competitividad o el esfuerzo quedan desprovistos de verdadera significación, pues todo va envuelto en el sinsentido de una lógica fundada en el trampantojo.

Si las distintas actividades que la especie humana desarrolla fueran precedidas por una cierta vitola de honestidad, la vida contrarrestaría ostensiblemente la infección de que está aquejada. La falibilidad no necesariamente mermaría, pero al menos sería perdonable por ir avalada por la buena voluntad.

La desconfianza mutua, justificable por otra parte, hace dura la vida, como dura ha sido siempre, si echamos la vista atrás en muchos siglos, casi desde que tenemos conciencia de habitar sobre la corteza terrestre.

Ciertamente, los seres humanos estamos sujetos a las pasiones de toda índole, pero también es cierto que la humana conducta asimismo está condicionada por los hábitos adquiridos e interiorizados colectivamente, por lo que una puesta en valor de la Honestidad incidiría en mucho en la forma de dirigir la vida a todos los niveles. Quede esta apreciación al menos como fútil deseo destinado a diluirse cual una brizna casual o un nimio destello en la cegadora inconmensurabilidad en que nos desenvolvemos.

Bien establecida la convivencia global sobre la Honestidad sería el momento para empezar a valorar el verdadero talento en todos los órdenes. Mientras esperamos vanamente ese momento, seguiremos sumidos en el cenagal del apócrifo vivir, ese que otorga prebendas y dignidades a gentes que le usurpan la gloria a quien no tiene la habilidad de saber prosperar pícaramente, esto es, que no gozan de ese otro talento malversado.

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