El 2 de agosto de 1976 (tiempos convulsos) tenía diez años de edad. Mi niñez se deslizaba por emociones propias de aventuras ingeniosas siempre en compañía de mi inseparable amigo “Cornelius”, un madelman del Mego Planeta de los Simios, con el que había diseñado diversas estrategias para invadir un sinfín de planetas enemigos. Ensoñaciones y fantasías que solo se veían superadas por otros mundos que junto a mi abuelo observaba con gran intriga.
Mi abuelo, siempre atento a las noticias, ese día se despertó con la confirmación de la muerte por accidente de tráfico de la cantautora Evangelina Sobredo Galanes, más conocida como Cecilia. El trágico final anunciado motivó una visita a casa del vecino que colindaba con la nuestra a través de unos cuantos cipreses. Tuve la impresión de que aquella mañana ambos esperaban encontrarse:
“¿Has oído la noticia?” le preguntó mi abuelo. Sí, la he oído, respondió. Y con una sonrisa pálida y atribulada mi abuelo le repreguntó: “¿y tú qué crees?”, a lo que él mientras ordenaba su pequeño huerto le contestó: “no, no creo que hayan sido ellos”.
No entendí la intimidad de aquella conversación entre mayores, ni tampoco qué otro motivo podría haber al ya anunciado en la radio. Por primera vez, supe que las cosas podían ser diferentes a como se contaban. El emergentismo oculto de: ‘los otros’ no hizo sino que amplificar mi sensación de extrañeza de aquella mañana. Pasado un tiempo, el saber me llevó a conocer otras aporías aún más difusas de aquel hombre. Pero fue, al inicio de mi juventud, cuando supe que de niño me acompañaba por el que había sido militar durante un largo periodo de su vida y teniente del bando nacional en la guerra civil.
Ese lunes, con tan solo diez años, conocí a Cecilia y también que nunca llegaría a saber la razón última de los demás.
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