“Lo primero es poner a esos inmigrantes nombres, no quedarnos ni en las estadísticas ni en los números”, (Benito Zambrano).
Dos películas “El capitán” y “El salto”, describen de una forma certera y muy realista el sufrimiento y la tragedia que hoy rodea a quienes, huyendo del hambre y la miseria de sus países de origen deciden abandonar su tierra africana y sus familias, por encontrar en “El Dorado europeo” el fin de su desventurada vida. He de reconocer que “El salto” me despertó un especial interés y emoción, toda vez que como melillense he dedicado una buena parte de mi vida política a vivir y experimentar los problemas de todo tipo a los que Melilla y Ceuta se enfrentan por su condición de ser las únicas fronteras terrestres de la Unión Europea con Marruecos y con todo el continente africano.
Las fronteras de las Ciudades autónomas de Melilla y Ceuta se han convertido en fuente de problemas migratorios y comerciales que el monarca alauita “administra” a su conveniencia. Por otra parte los límites fronterizos de Marruecos con Argelia y Mauritania, son muy permeables y por ellos acceden la inmigración procedente de los países del Sahel (Senegal, Malí, Nigeria, Camerún, Níger etc), que después de un inhumano recorrido por el desierto del Sahara y de pagar sus “billetes” a los mafiosos traficantes, los embarcan en las pateras o cayucos para que con el riesgo de sus vidas alcancen, si lo consiguen, cualquier punto de la costa atlántica o mediterránea. Otros se asientan en las proximidades de Melilla y Ceuta a la espera de poder escalar las peligrosas vallas fronterizas o incluso alcanzar a nado las playas de esta última.
Pero como bien señalaba el director de “El salto”, Benito Zambrano, con motivo del estreno en el pasado Festival de Málaga, “lo primero es poner a esos inmigrantes nombres, no quedarnos ni en las estadísticas ni en los números”. El retrato conmovedor de los personajes y sus dramáticas penalidades en el famoso “Monte Gurugú”, testigo de históricos asedios a la ciudad, junto a las escenas del asalto a la valla, es lo que me lleva a centrar mi reflexión en desgranar el grave problema de la inmigración desde dos puntos de vista: el de la conciencia y el político.
El Papa Francisco acaba de anunciar su propósito de visitar las Islas Canarias, como ya hizo hace diez años en su viaje a Lampedusa, la isla siciliana. La isla de El Hierro está sufriendo una auténtica invasión de personas en condiciones infrahumanas y que “desborda” su capacidad de acogimiento Ya el Papa el 28 de agosto dijo en su habitual audiencia de los miércoles que “hay quienes trabajan sistemáticamente por todos los medios para repeler a los emigrantes. Y esto cuando se hace con conciencia y responsabilidad, es un pecado grave”. No es fácil interpretar estas palabras en una sociedad para la que hablar de pecado grave (incluso entre los propios católicos) cae en saco roto y por tanto es mejor que moralistas precisen el alcance de esas afirmaciones en una situación tan grave como la que hoy atraviesa Europa en este terreno. Lo cierto es que este viaje asume un riesgo añadido que es la instrumentalización política que no solo se está haciendo de la inmigración sino también de la propia figura del Papa…
No obstante conviene recordar que la conciencia no obliga colectivamente en la medida que es personal y son las autoridades y políticos quienes deben asumir la responsabilidad de afrontar los problemas migratorios y sus soluciones desde el punto de vista humano y del respeto a sus derechos y dignidad de las personas. La óptica política del problema gira alrededor de la grave situación que sufre la Unión Europea desde la desaparición de sus fronteras interiores y la consiguiente libre circulación de personas en el espacio Schengen. El fracaso de las medidas para reforzar las fronteras exteriores ha sido el principal motivo del efecto llamada para que los refugiados y emigrantes económicos conviertan el destino europeo en una oportunidad para alcanzar, temporal o definitivamente, su supervivencia laboral, económica y social.
En España, país de acogida y tránsito de inmigrantes, el invierno demográfico y la necesidad de mano de obra o de puestos de trabajo exigen que la inmigración económica sea bien recibida, al mismo tiempo que debe estar regulada y ordenada para quienes vienen a trabajar y ayudar a sus familias, devolviendo a sus países de origen a quienes sus intenciones no son precisamente esas. Desgraciadamente nada ha cambiado en el discurso de la UE desde hace treinta años. Ni las resoluciones del Parlamento, las iniciativas del Consejo o los Reglamentos de la Comisión han dado respuesta ni ofrecido soluciones a la invasión migratoria que hoy desborda, por distintas razones, a las fronteras del Norte y Sur de Europa.
Por cierto quien sí parece haber actuado con determinación ha sido la presidenta de Italia, Giorgia Meloni, que ha reducido un 60% la entrada de inmigrantes ilegales en el primer trimestre del año con el llamado “Plan Mattei”, que incluye inversiones en materia de educación, salud, agua, agricultura en los países de origen para ofrecer oportunidades de trabajo y formación a quienes podrían emigrar por razones de falta de oportunidades, además del reforzamiento de sus fronteras. Un modelo que por sus efectos positivos, podría ser válido para aplicar también en España.
Son los políticos, sin excluir la grave responsabilidad de los gobernantes de los países de origen de los inmigrantes, los que deben encontrar soluciones por difíciles y arriesgadas que sean. y si no lo hacen además de demostrar su incapacidad y convertir un asunto de Estado en una campo de batalla electoral, serán los culpables de los brotes de conductas de rechazo y racismo que hoy ya proliferan en toda Europa y que acabarán radicalizando negativamente la opinión y el comportamiento de los ciudadanos europeos hacia el inmigrante.
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