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La realidad de Judas Iscariote

Cómo iban a faltar en nuestro país los individuos de baja estofa que nos hacen comprender la miseria del ser humano
Vicente Manjón Guinea
miércoles, 25 de septiembre de 2024, 09:38 h (CET)

Recientemente he tenido la fortuna o el infortunio, porque en estas cosas nunca se sabe, de asistir a una de esas escasas charlas coloquios que de vez en cuando nos brinda el mundo de la cultura. La sala de la Biblioteca Nacional abrió sus puertas para acoger el palique entre los escritores Eloy Tizón, Nuria Barrios y Elvira Navarro, todo ello de la mano de ACE (Asociación Colegial de Escritores) y Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos).


El tema por tratar se sustentaba sobre una pregunta un tanto confusa ¿cuánta ficción hay en la realidad?, a lo que Elvira Navarro introdujo el diálogo acertadamente indicando que «el propio lenguaje es una ficción creada para ayudarnos a entender la realidad». Sin duda alguna, porque ¿quién no ha oído alguna vez ese famoso dicho que establece que la realidad termina superando la ficción?


Fue Nuria Barrios quién, posteriormente, estableció que tanto realidad como ficción están entreveradas y que, lejos de lo que nos creemos, la ficción no equivale a mentira, sino que nos sirve para establecer los lazos de unión con un mundo que nos sobresalta. Un mundo inesperado, pero tan cierto y real como tangible y en ocasiones terrorífico. Tanto es así, que el tercero de los literatos, Eloy Tizón puso como ejemplo cualquier catástrofe natural o incendio, ante la cual nos quedamos asombrados e inconscientemente llegamos a murmurar aquello de «parecía una película».


Pero para profundizar en el tema echaré mano de la memoria y traeré al recuerdo las memorables frases de Ernesto Sábato en El escritor y sus fantasmas: «Dada la naturaleza del hombre, una autobiografía es inevitablemente mentirosa. Y solo con máscaras, en el carnaval o en la literatura, los hombres se atreven a decir sus tremendas verdades íntimas».


La novela, la gran literatura sin ataduras ni temeridades, debe suscitar la inextricable problemática del ser humano. Esa opacidad que inevitablemente tiene cada uno de nosotros en lo más profundo de nuestro ser. Y solo así, gracias a la imaginación, es posible que salga a la luz ese interior del hombre que, tristemente, poco o nada tiene que ver con la razón, ni con la lógica, ni con la ciencia. Sino todo lo contrario, con los abismos más tenebrosos a los que nos puede llevar la ambición y la codicia de la propia realidad.


Puede que al hacer un esfuerzo mental y pensar en el mal, traigamos a nuestra mente a uno de esos tipos siniestros de las novelas de Dostoievski como Svidrigailov, o el profesor Moriarty de Conan Doyle, Drácula de Bram Stoker o el obstinado Javert en Los miserables de Víctor Hugo. Sin embargo, los tiempos han cambiado y ahora todo se muestra más difuso. Hoy día, aquellos que son elegidos democráticamente como los conductores del bien ciudadano resulta que pueden esconder su perversidad tras esa máscara de carnaval que nos comentara anteriormente Ernesto Sábato.


MUNDO CORONAVIRUS


Quién hubiera pensado que, tan solo unas semanas antes, una pandemia asolaría el mundo en pleno siglo XXI. Quién en sus cabales hubiera sido capaz de crear una ficción que, tan siquiera, se hubiera acercado a lo que nos iba a deparar la realidad. Un momento que convirtió todos y cada uno de los rincones del globo terráqueo en un cuento de terror, en un relato esquizofrénico, con la gente encerrada en sus casas temiendo ser contagiado por la simple respiración. Telediarios donde se observaban camiones llevándose cadáveres en las noches siniestras de la ciudad italiana de Bérgamo, en el silencio del dolor y del duelo. El Palacio de Cristal de Madrid convertido en una enorme nevera para conservar los cadáveres apilados en espera de poder ser incinerados, al no dar abasto. La isla de Hart en Nueva York convertida en un reducto de homeless, de cadáveres de gentes sin recursos, donde cada noche el aullido de las almas errantes hacen temblar los rincones del sanatorio que alza en ese pequeño islote.


Pero a la maldad hay que ponerle rostro. En literatura no vale la crueldad abstracta. Ni en literatura ni en el mundo real. Y por eso, en mitad del terror, aparecen ellos. Los tipos sin escrúpulos. Los Orson Wells capaces de vender penicilina adulterada a hospitales de niños tras la Segunda Guerra Mundial en la Viena ocupada. Aprovechándose de la necesidad imperiosa para hacerse rico, como en el libro de Graham Greene o la película del mismo título, El tercer hombre.


FOTO DE Yaroslav Danylchenko


Cómo iban a faltar en nuestro país los individuos de baja estofa que nos hacen comprender la miseria del ser humano. Los individuos que chapotean en la corrupción gracias a la compra fraudulenta de esas mascarillas necesarias para evitar el contagio del coronavirus, para evitar una muerte casi segura a la que condenaba la pandemia a la mayoría de los ciudadanos que fueran contagiados. Cómo no iban a aparecer los Koldos, en plural, cuyo único propósito era enriquecerse a costa de la necesidad. El fidanzato de la presidenta de la Comunidad de Madrid, embolsándose dos millones de euros por la venta de mascarillas a los proveedores de la administración. Y cómo iban a faltar los del toque aristocrático. Los del Lamborghini, el Ferrari, el McLaren, los rolex y el yate. Los de las familias nobiliarias descendientes directos de Alfonso X de Castilla. El hijo menor de Nati Abascal y del duque de Feria. Ese duque, habitual frecuentador de prostíbulos en Sevilla, y que pasó por la cárcel a consecuencia del tráfico de drogas y el rapto de una menor de cinco años a la que, según su madre, la había desnudado y fotografiado.


FOTO DE MAURO FOSSATI


¿Hay alguien que se atreva a preguntar que cuánta ficción hay en la realidad? El mal llega a ser tan real, tan vil y perverso que la ficción es imposible de imaginar. Quizá la respuesta la tenga Judas Iscariote.

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