Mediodía. Jueves. Septiembre. Recién llegada a València, con el tiempo justo para alojarse, Natalia Litvinova (Bielorrusia, 1986) atendió mis preguntas en la cafetería del Hotel Zenit, ubicado junto a L’Estació del Nord, sufridora infatigable de ciertas obras de restauración. La tarde anterior, a eso de las siete, la escritora bielorrusa había recibido en Madrid el II Premio Lumen de novela, así que conservaba fresca en la memoria la miel de aquel momento. ‘Luciérnaga’, la obra ganadora, editada por Lumen, cuenta la vida de una muchacha, la propia escritora, nacida a pocos kilómetros de Chernóbil, que creció en un país atravesado por la confusión, la miseria y la radiactividad. Por sus páginas desfilan su abuela, su madre y su padre, los recuerdos, las tristezas y alguna dosis de humor. En un momento dado, la familia decidió emigrar rumbo a Argentina, un país del que apenas tenían referencias, pero que se anunciaba una solución viable para sus problemas. Al fondo de nuestra conversación, el rumor borroso de algún rifirrafe parlamentario, emitido por una televisión de corte nacional. Con el piloto rojo encendido, la grabadora, eficiente y precisa, registró nuestra conversación. Y también, claro, el borroso rumor politiquero. Como acostumbra.
Enhorabuena por el premio, Natalia. Una mujer como tú, con una vida llena de avatares, estaba predestinada a la escritura? En primer lugar, muchas gracias. Respecto a tu pregunta, creo que sí, pero no por esos avatares. En mi familia hubo grandes lectores y tuve la suerte de crecer rodeada de libros. Guardo hermosas imágenes de mi madre leyendo y releyendo. Eso me llamaba muchísimo la atención y me llevaba a pensar qué habría en aquel libro, tan interesante, tan intenso, como para que una persona lo releyera tantas veces. Dado que guardaban los libros que no querían que leyera en los lugares más altos, eso todavía incentivaba más mi curiosidad.
Has vivido siempre, pues, en un ambiente literario por así decirlo. En Bielorrusia, en Ucrania y también en Rusia es muy importante la poesía. En las ciudades hay monumentos de escritores y muchas estaciones de subtes llevan el nombre de algunos poetas. En el colegio, como asignatura obligatoria, nos enseñaban poesía y tuve que leer, memorizar y declamar en voz alta. No me lo tomé muy en serio, pero cuando nos trasladamos a Argentina me di cuenta de que en los colegios argentinos había muy poca poesía. Así que hube de buscarla yo misma en las bibliotecas. En Rusia viví en zonas rodeadas de bosque y para mí la poesía empieza en la naturaleza que, aunque la tratemos tan mal, nos enseña muchas cosas. La conducta de los animales tiene su propio lenguaje y solo lo entiende la gente del campo. Por ejemplo, un pájaro que vuela está escribiendo algo en el cielo. La poesía nace del asombro. Ves el mundo por primera vez en la infancia y luego todo es una repetición. Por otro lado, en Argentina sufrí el choque con un idioma nuevo, y en mi adolescencia me interesé por las escuelas de poesía e investigué a los grandes poetas rusos, para lo que tuve que traducir sus obras. En mi caso la traducción ha jugado un papel muy importante, porque era una forma de mantenerme en contacto con mi propia tierra y su cultura.
Como poeta has publicado varios poemarios, cómo surge la idea de saltar al género de la novela? El tema del salto es interesante porque, si entendemos lo que el filósofo Kierkegaard decía sobre «dar el salto», en realidad sí que lo es. Sin embargo, si miramos apenitas atrás mi poemario ‘Cesto de trenzas’, vemos que allí, aunque con recursos poéticos, ya contaba cosas, con lo que mi poesía se abría a la narrativa. Fue un experimento híbrido. Después salió ‘La nostalgia es un sello ardiente’, donde ya abordaba algunos de los temas de esta novela. La juventud y la vejez de mi madre están ahí, igual que la mudanza y la relación entre mujeres. En realidad, estaba abriendo mi garganta para el relato. Después revisé los apuntes de mis cuadernos, escritos a lo largo de diez años, y vi que había relatos sobre mi madre, mi abuela, mi niñez… Y no estaban escritos en forma de poema. Intenté construir un poemario con esos textos y no me salía. Se me quedaba corto. Así que libremente los transcribí a un archivo Word y ahí me di cuenta de que tenía una novela.
Hablas de novela, pero mientras leía ‘Luciérnaga’, trazada con capítulos cortos, no numerados sino titulados, me preguntaba si no tenía entre manos un mosaico de cuentos que el lector debía armar para construir el libro. Es verdad. Tenía muy en cuenta que quería conservar la condensación que posee la poesía. Cuando lees un poema, te puedes quedar un rato pensando en él porque te abre un mundo. Y yo deseaba conservar esto, porque no quería añadir textos de relleno. Buscaba intensidad en cada página, algo que me viene de la poesía. Creo que la escritura de este libro fue como danzar y los títulos de los capítulos me llegaron solos. Tal vez fuera una cuestión de equilibrio. La poesía no es algo que se deja domar. La poesía rompe estructuras y no, no podía ser de otro modo. Mi novela pretendía mostrar que la vida es un caos que a menudo carece de respuesta. Y aunque no buscaba un libro ordenado, el desorden de mi novela es un desorden controlado y pensado. Quería dividirla en tres partes, en las que la protagonista sería como una cámara que mostraría los escenarios que aparecieran en sus páginas. Los personajes y temas importantes ya están presentes en la primera parte.
‘Luciérnaga’ trata temas complicados, duros, tú los has descrito valiéndote de la belleza de la poesía. Sin embargo, he percibido una cierta frialdad, un distanciamiento, tal vez debido a esa máscara narrativa de la poesía y sus recursos. Pienso que no es así, porque venía conviviendo tanto tiempo con esos temas que creo que el libro es como una descarga, un quitarme la tensión…
Entonces, podemos creer que, en cierta manera, estamos ante un libro terapéutico? En cierta manera, sí. Estoy hablándolo acá ahora con vos y lo hago con el cuerpo. Creo que cuando uno presenta su novela es un momento terapéutico. ‘Luciérnaga’ es un libro que me permite moverme, hablar de él. Sin embargo, mantuve la tensión con los relatos y la distancia me la proporcionó la edad. Fui creciendo con ellos y entendí que en el mundo ocurren cosas terribles. Pero igualmente es lindo y celebratorio. La poesía me ayudó en eso de la distancia que vos decís. Yo no puedo pensar un poema terrible si no hay algo bello y no puedo pensar un poema hermoso si no hay algo terrible. Son las dos caras de la misma moneda. La escritura me permitió saber que había crecido y que lo podía poner en palabras. Sobre la frialdad que aludís, pienso que se debe al hecho de que estamos hablando de la Unión Soviética, un país que pasó rápidamente del socialismo a un capitalismo feroz. De repente, las personas que pensaban en una comunidad se vieron obligadas a pensarse individualmente. Aparecieron cosas sobre Stalin, noticias desagradables y explotó Chernóbil que, según los soviéticos, no iba a estallar nunca. Las personas tenían información contradictoria. No sabían a qué atenerse, ni qué decir a sus hijos. Por eso el primer capítulo trata de todo eso. Yo quería hablar de un mundo que se caía a pedazos y de que la gente necesitaba volverse más fría para repensar su identidad. Ahora vivimos un momento de puro individualismo.
Pensar continuamente que el agua, la verdura, la fruta o la carne están contaminadas o que la lluvia puede ser radiactiva debe hacer muy difícil la vida de cada día, no? Eso es algo muy loco. Sabes que estás comiendo algo radiactivo, pero lo comes porque no tienes otra cosa. Y has de alimentarte. Así que lo normalizas, igual que hacemos hoy con otras cosas. Comíamos fruta y bebíamos leche contaminada porque no había de otro tipo. No llegaba nada de fuera. Hay mucha conexión de este libro con lo que sucede actualmente. Vivimos sumamente informados, pero hay cosas que desconocemos. Es mentira que la máquina o Internet nos lo solucionan todo. Habitamos un mundo espectáculo en el que normalizamos atrocidades y guerras. Consumimos matanzas, vemos a niños palestinos muertos en los brazos de sus padres y es raro que podamos hacer algo al respecto. Vos lo comprenderás bien porque acá sucedió algo parecido durante la Guerra Civil Española. El de la Unión Soviética era un mundo muy rígido y continúa siéndolo aún ahora.
A la madre de la protagonista, le ocurrían cosas «especiales»: un desconocido le roba el zapatito de su hija y durante un paseo le arrojan unos pepinos. Cómo es esta mujer? Soy un poco exagerada y dramática. No me interesa la escritura de lo ordinario, me gusta ver lo extraordinario de lo ordinario, trasladar lo asombroso al lector. Igual me ocurre con la poesía. Como dijo María Zambrano «la poesía es hallazgo» y yo quería hallazgos todo el tiempo. La madre sobreprotege a su hija, claro, pero una cosa es la vida de casa y otra cosa es que, al salir, en una discusión, una persona le tire un montón de pepinos por la cabeza. Con eso quiero demostrar que es una madre protectora, que carecía de Internet y no podía consultar en ninguna parte cómo solucionar los problemas del día a día. Sin olvidar que las pediatras de entonces tampoco sabían explicar las cosas muy allá.
Hay quien lee las noticias en papel, pero el padre de la protagonista se las fumaba, ya que liaba sus cigarrillos con hojas de periódicos, un tipo peculiar. El padre representa todo lo contrario. La madre ha de ser rígida para afrontar esas cosas que vuelan, que estallan. Ha de saber poner el escudo y, en un momento dado, ella es quien decide dejar la patria. Y no era nada sencillo hacerlo entonces. Fue también quien telefoneó para enterarse de lo que había ocurrido en la central nuclear. En general, las de su generación eran mujeres fuertes, que cuidaron a las familias judías y a los partisanos durante la guerra. Mientras tanto, el padre se mantiene en otro plano. Los hombres realizaban otro tipo de trabajo y eran los que iban a la guerra. Los que regresaban lo hacían muertos o amputados. En verdad, no he querido trabajar tanto en los personajes masculinos, porque tampoco estuvieron tan involucrados en mi vida como las mujeres. Rusia es un país poco psicoanalizado. El psicoanálisis ha llegado con retraso a los países eslavos, que tienen muy enraizada la cultura de no hablar, porque vivieron bajo una dictadura.
Ya que aludes a ese miedo a hablar, a la hora de documentarte has encontrado muchas dificultades para recabar la información que precisabas? Me resultó muy difícil acceder a ella. En ‘Luciérnaga’ se nota esa dificultad cuando la madre dice que le duele hablar y se muestra reticente a hacerlo. En la vida real le expliqué que todo lo que yo quería saber también era historia. Y entonces la situación cambió un poco. Ya en Argentina, a veces salíamos a un jardincito para hablar sobre la vida y me decía que bajásemos la voz. Yo le preguntaba el motivo y ella me contestaba que los vecinos nos podían oír. Entonces le expliqué que estábamos hablando en ruso y nadie nos iba a entender. Y se rio. Me contó que con ella habían hecho lo mismo y que sus padres tampoco le habían contado muchas cosas. Más adelante le propuse que, en lugar de contármelo, lo escribiera. Accedió y de manera aislada, suelta, fue explicándome muchas cosas, aunque luego eso me generó un problema para armar la novela y me demoré mucho tiempo en hacerlo.
Especulemos un poco: si tu madre no hubiera estado viva, este libro habría sido el mismo? No y no sé qué hubiera salido. De hecho sucedió algo gracioso con la novela. El libro llegó primero a las librerías argentinas y me enviaron un par de ejemplares. A mi madre, que empieza a tener problemas de visión, le mostré la tapa [la fotografía de la cubierta es un retrato suyo], y sintió mucho pavor. Finalmente le encantó. Entonces me dijo que acababa de recordar una historia de su madre que no me había contado, porque no le parecía relevante. Y cuando me la relató lo cierto es que hubiera dado para un capitulazo del libro. Todo el tiempo tuve que trabajar con los silencios de mi madre, rompiendo barreras, porque no me refirió hechos que para ella eran «normales», pero que evidentemente no lo eran. Así que la novela podía haber sido diferente.
Como has dicho antes, ‘Luciérnaga’ se divide en tres partes: la protagonista niña, la abuela y la protagonista adulta. La segunda de ellas habita el territorio del recuerdo y de lo fantástico. Sin embargo, no has establecido ninguna distinción entre realidad y fantasía, por qué? No me interesaba esa diferenciación, al menos en mi primera novela. Además, también me quería divertir. Pensé que ya que sufrimos tanto, por qué no encontrar un hueco para el humor, ese humor que los que hemos sufrido también sentimos. Recuerdo que muchas familias, que habían perdido a sus hijos en la guerra, por la noche también hacían celebraciones. Subían a la mesa, cantaban y trataban de vincularse con el arte de la canción y de la pasión. Y fue idea mía trasladar al libro esta celebración porque no quería que fuera una narración completamente oscura. De ahí el título. A la luciérnaga de día no la vemos. Tiene su propia luz e ilumina el espacio que ocupa. Yo pretendía que ilumináramos el lugar donde estamos en la novela. Quería experimentar, algo salvaje. No podía ser de otra manera. Quienes escribimos no siempre sabemos lo que estamos haciendo. Lo contrario es una gran mentira. No somos máquinas que lo tenemos todo controlado. A veces la escritura enfoca a un personaje y tienes que ir detrás de él todo el tiempo y te cuestionas cómo puedes darle más luz. Es ahora, cuando la promoción, cuando me estoy dando cuenta de lo que he escrito. Hay mucha intuición y misterio en la escritura. Ignoramos mucho más que sabemos al escribir. Por eso lo hacemos. La escritura es ir todo el tiempo detrás de algo. Como el conejo en pos de la zanahoria.
Según cuentas en ‘Luciérnaga’, tras barajar varios destinos, emigrasteis a Argentina después de una sesión de espiritismo. Eso es real? Mi mamá dice que es verdad. Yo no estuve presente y lo único que puedo decir es que ella me lo contó con mucha naturalidad, aunque también me dijo que no era interesante. La palabra Argentina la habíamos escuchado una o dos veces antes. La primera cuando mi padre, que era aficionado al fútbol, hablaba de Maradona. Y la segunda cuando apareció en ese juego en el que mi madre no creía. Acompañé a esas amigas locas que tengo, sin creer en el ritual espiritista, me dijo. Y cuando surgió el nombre de Argentina, consultó un libro y se dio cuenta de que existía, de que era un país de Latinoamérica. Como había vivido tantas cosas en el campo relacionadas con la brujería y los hechizos no se sorprendió mucho. Casi le pareció natural. Luego fue a la embajada y después ya vino todo.
Si habláramos de porcentajes, cómo estaría la división entre realidad y ficción en la novela? Yo creo que hay como un ochenta por ciento de verdad y un veinte por ciento de fabulación en momentos muy precisos. La pregunta que me formulo es si la literatura hace a la vida o es al revés. Será que, a veces, las fábulas pueden ser verdad? He dicho esa cifra y puede que sea injusta. Cuando escribí el capítulo del director de mi escuela, lo describí como un tipo regordete, un militar retirado, al que yo no vi nunca. Siempre estaba encerrado en su despacho. Por tanto, no lo recuerdo. Yo inventé todo sobre él y, cuando se lo leí a mi mamá, me dijo que sí, que lo había descrito como era. Así que, entonces, qué es verdad y qué es fábula? No lo sé. Pero lo que yo fabulé, para mi mamá fue verdad.
Terminamos por hoy: dónde está Natalia Litvinova en el texto? Dónde estoy yo? [Pausa. Mirada sobre la mesa] Creo que soy la persona que lo cosió todo. Mis abuelas y mi madre eran grandes costureras, lo relato en el libro, pero yo decidí no aprender a hacerlo. Por qué? Nunca lo supe. Sin embargo, cuando escribí la novela me dije yo sé coser. Para mí esa palabra significa unir todos los capítulos del libro.
Transcribo el principio de ‘Luciérnaga’: «No quería nacer en otoño en un país radiactivo. Pero el médico me sacó a través de un corte realizado con bisturí, y con los pies toqué la tragedia, mientras que con las manos intentaba aferrarme a las entrañas de mi madre». Ahora sólo les resta continuar con esta buena lectura.
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