En otros tiempos cuando realizabas una visita a los galenos te planteaban a lo largo de la misma una serie de preguntas en las que intentaban conocerte mejor o indagar sobre tus síntomas o dolencias. Todo en medio de una conversación amable en la que paulatinamente ibas sacando a flote tus pensamientos, tus ideas o tus alifafes, dolamas o padecimientos. Ahora, a las primeras de cambio, una enfermera o un adjunto, tira de una tablilla en la que campa un test y te someten a un interrogatorio al que no estas preparado. Preguntas tales como si “tienes un trastorno tempo mandibular”, o un “síndrome de piernas inquietas”, te hace pensar que te encuentras al borde de la muerte o que te han confundido con un futuro astronauta. Para colmo tienes que contestar que “nunca, pocas veces, algunas veces, continuamente o siempre”. Entonces te conviertes en un mar de dudas. Aquel que te hace la entrevista no te dice nada. Después te enfrentas al médico que estudia detenidamente los resultados de la encuesta y te mira por encima de las gafas, te pregunta como estás y entra en materia y el alma se serena. Pero la inquietud sobre tu estado ha quedado establecida al contestar a preguntas que jamás te habías planteado, tales como que si “tienes sensibilidad química múltiple”, “si tienes dificultad para ponerte en cuclillas o de rodillas” o “si tienes dolor en todo el cuerpo”. ¡C…ontra! ¡Lo que tengo son casi ochenta años! Supongo que los test son una especie de fotografía de cuerpo entero que refleja la realidad. Estás mayor. Perdón eres mayor. Pero eso ya lo sabías. No hace falta que te lo echen en cara. En fin. Terminan por hacerte una serie de recomendaciones que tú completas con los consabidos “agua y ajo”. Esto es lo que hay.
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