No, no se lo merecen, no merecen el peso de un futuro sombrío, donde el aire se tiña de pestilencias, y el suelo, siempre fértil, se convierta en un estercolero. En la brisa que acaricia la tierra, en el susurro de los árboles que dan sombra, se alza un grito de esperanza, un eco de vida que se niega a marchar… ¡No debemos ser el sacrificio de una avaricia desmedida! La mayoría de los vecinos que habitan sus pueblos, no aceptan que se edifique en la cercanía de sus casas, para ellos es una desgracia que solo traerá consigo sombras de desolación. No quieren sentir el aliento putrefacto de residuos que despojan la vida de su esencia. Alzan su voz como campana de alerta, denunciando el asedio de camiones que quieren llegar, con el ruido ensordecedor que desgarra el silencio, trayendo toneladas de muerte, que no dejarán más que el sufrimiento y la pérdida de calidad de vida: las tierras, hoy sagradas, no serán el hogar de desechos de mataderos, ni de lodos que ahogan el canto de los pájaros.
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