Las universidades españolas desempeñaron un papel activo en el esplendor cultural del Siglo de Oro. No obstante, fama est que al igual que las demás instituciones académicas en Europa, las universidades españolas no fueron el epicentro del movimiento renovador en el pensamiento científico que condujo a la Revolución Científica. En su lugar, otras instituciones como sociedades científicas, academias y publicaciones científicas, así como la correspondencia entre científicos, desempeñaron un papel fundamental.
En general, las universidades se mantuvieron ancladas en las prácticas repetitivas de la escolástica medieval, caracterizadas por la autoridad del profesor (magister dixit, el maestro dijo) y la perpetuación de paradigmas dominantes como el galenismo y el geocentrismo. Este enfoque a menudo se ha denominado neoescolástica. Sin embargo, a pesar de estas limitaciones, las cátedras y colegios universitarios atrajeron a personalidades de una gran talla intelectual.
En particular, las universidades españolas destacaron por su participación en un movimiento cultural influyente conocido como el Humanismo español. Dentro de este movimiento, un grupo de autores destacó bajo el nombre de la escuela de Salamanca.
Retrato póstumo de Luisa de Medrano representada como Sibila Samia detalle de "Profetas y Sibilas" de Juan Soreda, c. 1530.
Entre las novedades notables de la época, es importante mencionar a Luisa de Medrano, quien se convirtió en la primera mujer que impartió clases en una universidad europea, aparte de las mujeres de la Escuela de Salerno (Italia), desempeñando esta función en la Universidad de Salamanca.
Luisa de Medrano Bravo de Lagunas Cienfuegos, llamada en las fuentes primarias Lucía de Medrano, fue una latinista española. Pudo llegar a dictar alguna lección de cánones en la Universidad de Salamanca, desarrollando en cualquier caso actividades de las que las mujeres estaban excluidas en la Europa renacentista.
Luisa de Medrano, a quien los cronistas de su tiempo llamaban Lucía, nació en 1484 en Atienza, una villa que por entonces pertenecía a la Corona de Castilla. Era hija de Diego López de Medrano, Señor de San Gregorio y de Magdalena Bravo de Lagunas, familias de sangre guerrera y leal a la reina Isabel.
El abuelo de Luisa, astuto y sin escrúpulos cuando hacía falta, se había apoderado del castillo de Atienza, una fortaleza que, por su posición y robustez, se consideraba inexpugnable. Con esa hazaña, ganaron el favor de la Corona.
El padre y el abuelo de Luisa pagaron ese favor con su sangre en la campaña de Granada. La reina, agradecida, no dejó a la familia en el desamparo. Las viudas y los huérfanos de los héroes eran su responsabilidad y así fue como Luisa y sus hermanos, incluidos los Bravo de Laguna, recibieron educación y protección.
Pero Luisa no se conformó con el papel que la sociedad esperaba de una dama noble de su tiempo. En una época donde las mujeres eran prácticamente invisibles en el mundo académico, ella dio un paso adelante y se adentró en la Universidad de Salamanca. Los documentos hablan de una mujer que fue más allá de los estudios de retórica y latín, dominando los textos clásicos con una brillantez que sorprendía a propios y extraños. Y no solo eso. Se dice que llegó incluso a dictar alguna lección de cánones en Salamanca, algo insólito en la Europa renacentista, donde la universidad era territorio exclusivo de los hombres.
Luisa tenía la suerte —y el coraje— de estar rodeada por una familia que había aprendido a sobrevivir en los márgenes de las cortes y las guerras. Su hermano Luis Medrano, canónigo y hombre de letras, fue rector de la misma Universidad de Salamanca en 1511. Aquella familia había sabido mantenerse en lo alto, ya fuera con las armas o con la pluma, pero siempre con un pie en el poder. Luisa prefirió el saber a la espada, después de todo, en la época no era usual que las mujeres tomaran las armas.
El apellido Medrano no se limitó a Salamanca. Catalina, su hermana, había sido también una dama de peso en Atienza, conocida por su labor como mecenas. De una u otra forma las mujeres están en la ciencia y en las artes en el Renacimiento, cuando no de hecho, de derecho Fue ella quien financió la construcción de la capilla en el convento de San Francisco, un panteón familiar donde las piedras hablarían de su linaje por generaciones. No muy lejos de allí, en la Colegiata de Berlanga, otra rama de la familia tenía su propio refugio eterno. Y si el nombre Bravo les suena, no es casualidad: el famoso Juan Bravo, uno de los cabecillas comuneros, también compartía sangre con Luisa y los suyos.
Pero a Luisa de Medrano la historia la recuerda, sobre todo, como una pionera y una mujer que, a contracorriente de su tiempo, se atrevió a romper el molde y a ocupar una cátedra en la universidad más prestigiosa de España. A pesar de los siglos transcurridos, su huella persiste, aunque silenciosa, como las vidas de tantas mujeres que hicieron historia en la sombra de los grandes nombres masculinos.
Luisa de Medrano, contemporánea de mujeres ilustres como Beatriz Galindo, más conocida como “La Latina” y Beatriz de Bobadilla, se movía en un mundo donde las damas de su condición tenían que lidiar con los corsés, que les cortaban la respiración y los corsés sociales, que les restringían el acceso al saber. Sin embargo, estas mujeres, cada una a su manera, supieron esquivar las trabas y destacar en un terreno dominado por los hombres. Mientras Galindo, protegida por la mismísima Isabel la Católica, se hacía un nombre como maestra y consejera de la reina, Luisa de Medrano hacía lo propio en las aulas de Salamanca, ocupando un lugar reservado hasta entonces exclusivamente para los varones.
Los datos sobre Luisa son escasos y dispersos, como si el tiempo se hubiera encargado de borrar o, al menos silenciar, las huellas de su legado. Solo tres fuentes documentales nos hablan directamente de ella. La más reveladora es una anotación perdida en las páginas del Cronicón de Pedro de Torres. En un latín de tono seco y formal, típico de la época, se menciona que el 16 de noviembre de 1508, “legit filia Medrano in Catedra Canonum”, que traducido al castellano vendría a decir que ese día, a las nueve de la mañana, la hija de Medrano se encontraba impartiendo lección en la cátedra de Cánones de la Universidad de Salamanca. Esta mención es mucho más que un simple apunte en una crónica universitaria. Es el testimonio de algo insólito: una mujer ocupando la cátedra de una de las universidades más prestigiosas de Europa, en un momento en que las mujeres no solo no podían enseñar, sino que ni siquiera se les permitía participar formalmente en la vida académica. Que Luisa de Medrano lo hiciera, aunque fuera por un breve tiempo y casi de manera anecdótica, es muestra de que su talento y su intelecto traspasaron los rígidos muros del poder masculino.
Por supuesto, los documentos no nos revelan cómo llegó a esa cátedra. Quizás fue una concesión puntual, un experimento tolerado por las circunstancias, pero lo cierto es que aquella jornada de noviembre quedó inscrita en la historia.
No deja de ser irónico que, mientras los nombres de los grandes catedráticos han pasado al olvido, la breve y enigmática anotación sobre Luisa de Medrano haya sobrevivido para recordarnos que, en aquel momento y lugar, una mujer se atrevió a desafiar las normas de su tiempo.
El siglo de Luisa, como el de Beatriz Galindo y Beatriz de Bobadilla, fue un tiempo de sombras y luces. En medio de una sociedad que empezaba a gestar la España imperial, estas mujeres iluminaron con su saber espacios vedados para ellas. La Historia apenas ha dejado rastros de sus proezas. De Luisa de Medrano, lo que nos queda es apenas un esbozo, una imagen borrosa de una mujer que, por unos instantes, brilló en la cátedra de Salamanca.
La segunda fuente que menciona a Luisa de Medrano es una carta sin fecha escrita por el erudito italiano Lucio Marineo Sículo, quien fue profesor en la Universidad de Salamanca entre 1485 y 1498. Marineo, que tuvo la oportunidad de conocerla personalmente, dejó plasmada su admiración por la inteligencia y elocuencia de Medrano en su Opus Epistolarum. En sus palabras, no solo destaca su talento como latinista, sino también la impresión que le causó al verla y escucharla.
"La fama de tu elocuencia llegó a mis oídos antes de haberte visto", escribe Marineo. Tras conocerla, no pudo sino confirmar que la realidad superaba las expectativas: "Eres aún más sabia y hermosa de lo que imaginaba". El tono de la carta es claramente elogioso, describiéndola como una joven que dominaba el latín mejor que muchos de sus compatriotas, y haciendo hincapié en lo insólito de que una mujer, además joven y bella, pudiera sobresalir en un campo reservado casi exclusivamente a los hombres.
Marineo expresa también su admiración hacia los padres de Luisa por haberla educado en los estudios liberales, en lugar de destinarla a las tareas comunes a las mujeres de su época, como el trabajo con el huso o la aguja. "Te debe España entera mucho", añade, reconociendo el valor que una figura como Luisa aportaba a la cultura y el saber del país.
Finalmente, Marineo concluye su carta con una reflexión que no deja dudas sobre el impacto que Luisa tuvo en él: “Has levantado bien alta la cabeza por encima de los hombres”, declarando que su dedicación a las letras era un ejemplo vivo de que las mujeres también podían destacar en el mundo del conocimiento, rompiendo así los moldes de la época...”.
El tercer documento que hace referencia a Luisa de Medrano también proviene de Lucio Marineo Sículo, esta vez en su obra De Rebus Hispaniae Memorabilibus, conocida en castellano como De las cosas memorables de España. Publicada en 1530, en los pocos ejemplares que han sobrevivido, se encuentra una breve pero significativa mención sobre Medrano. En ella, Marineo recuerda su paso por Salamanca, donde tuvo el privilegio de conocerla:
"En Salamanca conocimos a Lucía Medrana, doncella elocuentísima. A la cual oímos no solo hablando como oradora, sino también leyendo y explicando libros latinos públicamente en el estudio de Salamanca".
Este testimonio de Marineo reafirma la imagen de Luisa como una figura excepcional en el ambiente académico del renacimiento español, subrayando su capacidad no solo para hablar con maestría, sino también para impartir enseñanzas en latín en un ámbito reservado exclusivamente a los hombres. La mención de su presencia pública en las aulas de la universidad refuerza su estatus como pionera, rompiendo barreras en un tiempo donde el acceso de las mujeres al conocimiento era prácticamente inexistente.
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