Cuando en plena pandemia Donald Trump sugirió tratar el coronavirus inyectándose desinfectante y luz solar, me acordé de toda la fauna que conocí en el bar que mis padres tuvieron y donde me crie. Allí, como el expresidente de los EE.UU., los clientes sabían de todo, algo que, a mí, muchacho observador donde los hubiera, me fascinaba. Daba igual el tema sobre el que se hablara –política, medicina, deporte, física cuántica, toros, la cría del ocelote en cautiverio, ...–, rápidamente alguno de los parroquianos sentaba cátedra y afirmaba, con el consenso del resto, cómo se debían hacer las cosas y cuánta inutilidad había en todas las áreas de la existencia por parte de los especialistas que lo gestionaban, gente inepta, a ojos de estos sabios arbitristas de salón.
De vez en cuando, surgía algún intercambio de pareceres entre los contertulios, opiniones enfrentadas que, lejos de mostrar altura dialéctica, se zanjaba por el nivel de decibelios con el que cada uno defendía su postura, griterío que crecía al compás de otra cerveza, vino o whisky, que ahí sí que no había pensamiento único, y que, en alguna ocasión, propició enfados eternos de barrio, de esos que pasan de generación en generación y que justificaban el origen de por qué ciertos clanes dejaban de tratarse.
Desde que mi padre abría, como perrillos empapados en busca del calor de una toalla, se iban acodando en la barra, mientras la radio, exacta con la llegada de cada hora en punto, iba comunicando las noticias del día. Esos cinco minutos eran el pistoletazo de salida mediante el cual se iniciaba el ritual del comentario en voz alta, negando y corrigiendo lo que el locutor decía si no se estaba de acuerdo, haciendo aspavientos y dirigiéndose directamente al aparato para exhibir, con gesto de desprecio, sus fórmulas infalibles para solucionarlo todo.
Según fui creciendo y acumulando conocimiento, les vi las costuras, comprendiendo que aquellas personas, que eran incapaces de sostener sus propias vidas con algo de orden (todas tenían problemas con la familia, con el alcohol, con sus trabajos…), cuyo universo se desmoronaba, habían emprendido una huida hacia delante buscando culpables de la pésima gestión personal de su existencia, de ahí que mostrasen una seguridad propia del que no sabe realmente de lo que habla para opinar con arrogancia sobre todo.
Hoy se celebran las elecciones norteamericanas y Donald Trump es uno de los aspirantes. Antes del resultado, y tras haber asistido durante su campaña a un sinfín de nuevos y exitosos eslóganes falsos y populistas, vuelvo a pensar en ello, poniendo el foco esta vez en la perplejidad que me deja lo imperturbable de sus votantes, que, como los clientes del bar de mi padre, culpan al sistema de sus frustraciones y aceptan realidades tan rocambolescas como las sugeridas por el candidato republicano: lejía y sol.
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