No debería permitirse a ningún ser humano que determine cuándo otro ser humano lo es porque supone convertir al que decide en un dios con minúsculas, y eso es catapultarlo a la enajenación. De hecho, llamar la atención sobre ello es un gesto solidario, por así decirlo, hacia quienes maquinan este tipo de disposiciones legales, en la medida en que los invita a un sano realismo ontológico. También es un bien para la sociedad, que cabe prevenirse de élites divinizadas y, por tanto, alienadas. Unas élites conformadas por hombres y mujeres que se constiparán, tendrán el colesterol alto, se equivocarán, acertarán… y morirán, como todos. Son personas. Nada más.
Esto guarda relación con lo que explica McInthyre en ‘Animales racionales y dependientes’. Somos dependientes ya desde el momento de la concepción, cuando nuestra madre nos lleva en su seno, durante la infancia, al caer enfermos, si alcanzamos la ancianidad. Es breve, por tanto, el periodo de nuestra vida en el que hay una independencia, que además es relativa: como adulta, voy de aquí para allá, pero si hoy me rompo una pierna, mañana se me desmontará el día en mi casa y en mi trabajo. Por eso el filósofo advierte de que vamos a formar parte del club de los dependientes de nuevo, antes o después. Otra cosa es cómo se vive esta dependencia: como algo de lo que huir o como una realidad que no sólo cabe aceptar, sino incluso cultivar. Cuidar de los niños, los ancianos y los enfermos es bueno en sí mismo, pero incluso desde una visión egoísta resulta razonable hacerlo y esperar recibir lo mismo cuando lo necesitemos.
No obstante, las élites divinizadas no alcanzan a entender esta reciprocidad en la especie humana, como tampoco acaban de asimilar una articulación política sana y equilibrada, aunque algunas de ellas se dediquen a gobernar. Un funcionamiento político justo pide respetar la conciencia, una barrera que el Estado no puede traspasar. A finales de los años noventa, por ejemplo, se aprobó la objeción para el servicio militar bajo la premisa de que, en conciencia, había personas que no podían prestarlo. Y es que el Estado no puede forzar el núcleo más secreto de la persona, el sagrario del hombre, como tampoco puede colarse en el aula de un profesor, en un confesionario, en la mesa de una familia o en la cama de un matrimonio. Hay límites. Se mete hasta un punto, pero más no. A no ser que quiera ser autoritario.
El problema es que estamos ahí: en un autoritarismo disfrazado de democracia. Se ha instaurado una oscura inquisición que aparta a maestros católicos de la escuela concertada, censura libros de educación afectiva, decide qué medios de comunicación son fiables, qué juristas son molestos. Una corte elitista que diseña listas negras de periodistas, profesores, médicos, magistrados y ¿etcétera? Ya veremos.
La consecuencia es que se va colando el miedo en nuestra sociedad porque cualquier actuación u opinión puede ser utilizada en contra de uno. Puedes ser señalado, quedarte sin trabajo, acabar en un juzgado. Quizás hemos vuelto ya a los tiempos pretéritos que escandalizan a la ministra.
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