El 13 de junio de 1993, la ensayista estadounidense Susan Sontag le escribió una carta a Jorge Luis Borges. La hizo llegar casi diez años después de su fallecimiento. La nota apareció publicada en el periódico “Clarín” de Buenos Aires. ¿Escribir a un difunto? No creo que lo haya hecho simplemente como un símbolo ni como un homenaje a quien sin duda admiraba profusamente. La autora de “El amante del volcán”, al mejor estilo borgeano, jugó también con los lapsos.
Sin duda, el tiempo es uno de los temas capitales del pensamiento de Borges. Citaba a menudo al poeta Browning que profirió algo como esto: “el presente es el instante en el cual el futuro se derrumba en el pasado”. No es de extrañar que una misiva al forjador de laberintos abismales tampoco sea coherente con la linealidad, colocándola hacia una trascendencia. Sontag podría haber trazado una semblanza, un recuerdo, una anécdota, pero no, le habló a un Borges presente. Inmortal. Sin tiempo. Las cartas se escriben para ser leídas en un futuro cercano. Lógicamente. Esta fue distinta. Poniéndose así en sintonía con lo improcedente de lo intempestivo.
¿Qué se le pudiera preguntar a Borges luego de diez años de ausencia? Ella tuvo el atino de interrogar sobre el futuro del libro. Borges no conoció el libro digital, o la escritura instantánea e intertextual que, para aquellos que estamos acostumbrados a navegar por el océano de internet es habitual (aunque su prosa era algo parecido a esos “links” interminables). ¿Qué respondería si respirase? Podría decir muchas cosas, empero, difícilmente sería escuchado.
Hoy, me temo, un Borges sería imposible. Somos hijos de nuestra época. Existimos en contexto. Fuera de ello, el olvido. En esta coyuntura actual se publica más que nunca y, de manera simultánea, se lee menos que nunca. Una paradoja que suena como una burla. Como si viviésemos en algún lugar absurdo de Uqbar.
Sontag le cuenta que pronto tendríamos a Poe, Dickens, Carroll, Faulkner, Kafka o Bradbury dentro de las pantallas e interactuaríamos con ellos por la magia de la virtualidad. Serán como signografías televisadas. Entonces asistiremos a la decadencia del arte. Cosa profana para una apasionada de la fotografía. El tigre, que tanto le gustaba al creador de “El Aleph”, ahora está acechando dentro mismo de la biblioteca, inspiraciones bestiales amenazan con devorar a la cultura. Los bárbaros ya no tendrán que quemar libros en papel, solo bastará con apagar el interruptor. Será mucho más simple y “ecológico” acabar con el saber de toda la historia humana, de difuminar miles de años de meditación y esfuerzo. Todo se reabsorberá en la oscuridad de la red.
Hemos puesto el infinito conocimiento del mundo dentro de cables de fibra óptica, aquellos que en forma sincrónica viajan por los aires invisibles, por la red de wifi. Solo hay que cortar la energía para retornar a tiempos prehistóricos. Mejor dicho, “posthistóricos”. Donde ya ni la naturaleza siquiera nos quede.
En el reino de la mente, en el cual el tiempo no es un problema y conjuntamente la imaginación lo recupere todo y lo recree, quizás sea más interesante que, en lugar de preguntarnos por el futuro del libro nos preguntemos pues por su pretérito. Si ese mismo futuro “se derrumba en el pasado” acaso en el rescate de lo que sabemos que el libro fue (y de lo que afortunadamente aún sigue siendo), de lo que ha legado, al demorarnos en su agonía y sostenidos en su memoria, podamos cuidar de aquello que un día mutará en lo inasible.
Perdimos muchas cosas en esta era tecnológica. Perdimos el aroma del papel y, además, la sustancia del cuerpo. Extraviamos al otro, lo que es real y nos bifurcamos en senderos hacia la nada; así nos distanciamos de lo vital, malogrando la magia del sentir pasar las horas. Evoquemos el pasado del libro: no perdamos la capacidad de cuidar su ayer, porque en esa actitud, en el cuidado, tal vez esté la semilla de la esperanza.
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