“La verdad es lo que es, y sigue siendo verdad aunque se piense al revés”, Antonio Machado (1875-1939).
Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un asunto que ya pasó de moda hace rato, a saber, la verdad. No siempre existió este modelo actual de relativizar absolutamente todo al punto de que cualquier afirmación es digna de ser considerada verdadera o certera porque, en el afán de un falso pluralismo intelectual, se quiere aceptar cualquier postulado, venga de quien venga. A esta etapa nefasta, muchos filósofos contemporáneos lo llaman “la post-verdad”, es decir, la era posterior a la era en la cual se podía decir “esto es verdad”, sin que nadie se ofenda.
Nuestra filosofía occidental ha colocado históricamente a la verdad como uno de sus conceptos fundamentales, inseparable de la búsqueda del conocimiento, la justicia y el sentido de la existencia humana. Desde los diálogos de Platón, en los cuales la verdad era la esencia que iluminaba la realidad más allá de las sombras de las apariencias, hasta las reflexiones de Aristóteles, sobre la verdad como correspondencia entre el pensamiento y lo real, este concepto ha sido tratado como un horizonte universal que pretendía otorgar coherencia al pensamiento humano.
Sin embargo, en la era contemporánea, especialmente bajo el influjo de la postmodernidad y el auge de su “post-verdad”, el significado de la verdad ha sufrido un desprestigio sin precedentes, al punto de llegar a absurdos totalmente irracionales. Ya no se presenta como un ideal absoluto para conocer, sino como algo moldeado por contextos, perspectivas y discursos. En un mundo que celebra la subjetividad y desconfía de los grandes relatos universales, las afirmaciones de verdad han pasado a depender más de la resonancia emocional y del impacto mediático que de un vínculo con la realidad objetiva.
El concepto mismo de “post-verdad”, popularizado en su máximo auge en nuestro siglo XXI, describe una realidad cultural en la que los hechos objetivos son relegados en favor de apelaciones a la sensación de cada persona o a creencias subjetivas e individuales. Esta postura se encuentra en tensión con el pensamiento clásico, que buscaba fundamentos sólidos para el conocimiento, y plantea desafíos éticos y filosóficos realmente profundos: ¿Es posible hablar, en este mundo de desquiciados, de una verdad común? ¿Estamos condenados a soportar esta supuesta multiplicidad de perspectivas irreconciliables en pos de una tolerancia que, en el fondo, no existe? ¿Cómo fue que pasamos de “pienso luego existo” de Descartes, a “estudiar demasiado estupidiza ya que nos coloca en una distancia polémica con el sentido común” de Darío Z?
En este contexto, resulta necesario que recuperemos la reflexión filosófica sobre la verdad que trascienda las posturas extremas: por un lado, el relativismo o equivocismo absoluto, que equipara cualquier afirmación subjetiva con una verdad válida; por otro, el univocismo dogmático que impone una única interpretación como legítima. Entre ambos polos, surge una postura intermedia y prudente: la hermenéutica analógica, que propone un diálogo entre perspectivas, sin renunciar a la búsqueda de consensos significativos.
En definitiva, amigos lectores, la idea es que exploremos juntos cómo se entiende “la verdad” en la filosofía clásica, cómo se desplazó su centralidad con el auge de la cultura de la justificación de la mentira y cómo la propuesta de la hermenéutica analógica ofrece una vía para reconciliar la multiplicidad con la necesidad de sentido y racionalidad compartida.
Es preciso, entonces, que comencemos analizando la era previa a la postmodernidad: cuando la verdad tenía sentido. Antes del advenimiento de la presente decadencia cultural, la verdad se concebía como un eje fundamental del pensamiento, la cultura y la vida política. Esta visión persiste a lo largo de la modernidad, cuando la razón y la ciencia, lejos de cuestionar la existencia de la verdad, la consolidaron como una aspiración universal.
Aunque los enfoques sobre la verdad han variado, desde los ideales ilustrados hasta las narrativas de la filosofía moderna, su sentido nunca se puso en duda. Recordemos que el período llamado Ilustración, del siglo XVIII, representó uno de los momentos de mayor exaltación de la verdad, puesto que se afirmaba que el uso correcto de nuestra razón podría liberar a la humanidad de la ignorancia y la superstición. La verdad no sólo era accesible, sino que constituía la clave del progreso humano. Evidentemente, algo falló, puesto que la idea de progreso se consolidó en dos Guerras Mundiales, un holocausto, dos bombas atómicas, miles de atrocidades de ese calibre y, como si eso no fuese suficiente, gente que todavía cree que la tierra es plaza y confía en cartas astrales y constelaciones familiares.
Kant, en su célebre ensayo titulado “¿Qué es la Ilustración?” expresa que esta etapa es la salida del hombre de su minoría de edad, de su inmadurez intelectual, por lo cual nos invitaba a los gritos diciendo: “¡Ten valor de servirte de tu propia razón!” (1784). Esta verdad ilustrada no era simplemente una construcción teórica, sino que debía traducirse en la reforma de las instituciones políticas, educativas y sociales. Esta idea se materializó en movimientos políticos históricos como la Revolución Francesa, la revolución industrial y el desarrollo de las ciencias naturales, que buscaban fundamentarse en principios racionales y verificables.
Durante la modernidad, las grandes narrativas filosóficas y científicas reforzaron el papel central de la verdad como base de la cohesión social y la legitimidad política. En este período, ideologías como el liberalismo, el marxismo y el positivismo ofrecieron relatos unificados del mundo, basados en principios que pretendían ser universales y verdaderos. Por ejemplo, Hegel, concibió la historia como un proceso racional en el que la verdad absoluta se despliega gradualmente a través del tiempo, indicando que “todo lo real es racional, y todo lo racional es real” (“Fenomenología del Espíritu”, 1807).
Este “optimismo” respecto a la verdad alimentó la confianza en que el conocimiento humano podría resolver los problemas fundamentales de nuestra existencia, desde el ámbito técnico hasta el ético, moral y político. Tengamos en cuenta que la revolución científica y el positivismo fortalecieron aún más la idea de verdad objetiva, en comunión con el método científico el que, con su insistencia en la observación empírica y repetibilidad, se convirtió en el paradigma de la búsqueda de la verdad. Esta concepción de la verdad como algo verificable y objetivo tuvo un impacto muy profundo, no sólo en las ciencias naturales, sino también en las ciencias sociales y en la filosofía misma, que en ese entonces, intentaba imitar este rigor.
Pero también, más allá del ámbito científico, la verdad tuvo un papel crucial en la configuración de los valores éticos y políticos. Las nociones de justicia, derechos humanos y libertad se basaban en la creencia de que ciertas verdades eran universales e inalienables. No es casual, por ejemplo, que en la Declaración de Independencia de EEUU se afirme: “Sostenemos estas verdades como evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales…” (1776), aunque se haya demorado hasta la década de 1960 para permitir a los afroamericanos asistir a escuelas y universidades que hasta ese entonces, eran para blancos. Linda declaración, tarde la aplicación. Más allá de las incoherencias, estas afirmaciones reflejaban la confianza en que la verdad podría proporcionar un fundamento firme para las instituciones humanas y los derechos universales.
La era previa a la postmodernidad estuvo marcada por esa confianza generalizada en la verdad como principio rector del conocimiento y la acción. Aunque las perspectivas sobre qué constituía “la verdad” variaba, existía un acuerdo implícito en que era un ideal necesario para lograr la coherencia del sentido de nuestro mundo. Esta convicción sería profundamente cuestionada posteriormente, a veces con razón, aunque se pasó de creer en verdades universales indiscutibles a considerar que cualquier pavada es verdad. ¿Qué pasó, entonces?
El paso de la confianza moderna en la verdad a la incertidumbre total de la era postmoderna no fue un cambio súbito, sino el resultado de complejos procesos históricos, filosóficos y culturales que minaron las bases de los ideales ilustrados. Este giro, que comienza a esbozarse en el siglo XIX y se consolida en el XX, señala un cambio de paradigma: la verdad deja de ser vista como un principio universal y objetivo para considerarse relativa, fragmentaria y dependiente del sujeto y el contexto.
El modelo moderno, basado en la razón, la ciencia y el progreso, comenzó a resquebrajarse por varias razones. En primer lugar, se dio una crítica filosófica en la que filósofos como Nietzsche cuestionaron los cimientos de esa era, denunciando que la “verdad” no era más que una construcción cultural destinada a ejercer poder. Concretamente en su texto “La Gaya Ciencia”, Nietzsche proclama la famosa sentencia: "¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! Y nosotros lo hemos matado" (Nietzsche, 1882, aforismo 125). Esta declaración no solo rechaza la verdad divina, sino también la idea de verdades absolutas, puesto que para él la modernidad se construyó sobre valores que, al perder su fundamento trascendental, quedaron vacíos. Este nihilismo puso en duda no solo a la religión, sino a todas las grandes narrativas que pretendían poseer “la verdad”.
En segundo lugar, los avances científicos que sostenían la verdad moderna comenzaron a desestabilizarla. La física cuántica y la teoría de la relatividad desafiaron las concepciones clásicas del espacio, el tiempo y la causalidad, sugiriendo que el conocimiento humano era limitado y dependiente de marcos observacionales, o como decía Werner Heisenberg, “lo que observamos no es la naturaleza en sí misma, sino la naturaleza expuesta a nuestro método de cuestionamiento” (“El principio de incertidumbre”, 1927). La ciencia, que parecía ofrecer todas las certezas, reveló sus propios límites, abriendo paso a un escepticismo del cual el postmodernismo se aprovecharía y le sacaría todo el jugo posible.
En tercer lugar, como dijimos al pasar recién, las Guerras Mundiales y las crisis del siglo XX erosionaron la confianza en los ideales de progreso y racionalidad. Los dos ejemplos que mencionamos, Auschwitz e Hiroshima y Nagasaki se convirtieron en símbolos de cómo la ciencia y la razón pueden instrumentar el horror, deslegitimando la idea de que la verdad y el progreso garantizaban un mundo mejor.
La postmodernidad emerge explícitamente con la reacción al fracaso de los ideales modernos que enumeramos precedentemente. El primero en anotarse en esta fiesta fue Jean-François Lyotard, que definió esta etapa como una incredulidad hacia los grandes relatos (*La condición postmoderna*, 1979). Esta desconfianza a la racionalidad rechaza las narrativas totalizadoras, ya sean religiosas, científicas o políticas que pretenden explicar la realidad desde un único punto de vista. En su lugar, el postmoderno propone, en primer lugar, un relativismo cultural y subjetivo en el que la verdad deja de ser universal y pasa a ser local, contingente y subjetiva: lo verdadero ya no depende de su correspondencia con la realidad, sino de su aceptación dentro de un contexto cultural o lingüístico. Al respecto, Michel Foucault sostuvo que cada sociedad tiene su propio régimen de verdad, sus políticas generales de la verdad (“La arqueología del saber”, 1969), indicando con ello que la verdad no se descubre, sino que se produce, se fabrica, mediante relaciones de discurso y de poder.
En segundo lugar, se realizó una fragmentación total del sujeto y del conocimiento. Jacques Derrida, con su famosa, malinterpretada y convertida en moda vacía teoría de la deconstrucción, desmanteló la idea de que los textos o los discursos tienen significados estables o verdades únicas. Según él, no hay nada fuera del texto (“De la gramatología”, 1967), indicando con ello no una negación de la realidad, pero sí una sugerencia de que cualquier interpretación de la verdad está mediada por el lenguaje, que es inestable y múltiple.
En tercer y último lugar, la creación de una cultura del simulacro, que Jean Baudrillard explica al argumentar que, en la era contemporánea, las imágenes y los símbolos han reemplazado a la realidad, creando “simulacros” que ya no representan nada real. El autor sostuvo que “la simulación no es ya un territorio, un referente, una sustancia. Es la generación de modelos de los real sin origen ni realidad: un hiperreal” (“Simulacros y simulación”, 1981). Esta es la antesala de fenómenos como las fake news como producto cultural de la post-verdad, donde las narrativas no se evalúan por su correspondencia con la realidad, sino por su impacto emocional o político.
Evidentemente, amigos míos, el colapso de los fundamentos modernos de la verdad no fue provocado, solamente, por crisis filosóficas y científicas, sino también por cambios culturales y tecnológicos. En la era en la que vivimos, la verdad es reemplazada por narrativas supuestamente pluralistas y contingentes, dejando un vacío que la post-verdad ha llenado con relatos caprichosos y emocionales, manipulativos y desprovistos de rigor. La pregunta que debemos hacernos, llegados a este momento es ¿cómo recuperar una concepción prudente de la verdad sin caer en los excesos del dogmatismo o relativismo absoluto?
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