Esgrimen con cierta frecuencia, en el mundo empresarial anglosajón, la denominada “falacia del experto”. Se produce “cuando confiamos en la opinión de un experto sobre cuestiones que van más allá de su experiencia” [1], pues los expertos, y sigo citando la Web indicada en la nota al pie, “suelen confiar demasiado en sus propios conocimientos, especialmente en los canales de noticias de la televisión, (…) porque les pagan para que parezcan seguros”.
Recuerdan los expertos actuales, en cierto modo, a los doctores de la Iglesia, asimismo infalibles, aunque se trata, en este otro caso, de un título otorgado de manera póstuma. Los conocemos, a esos doctores, que suman treinta y seis desde el inicio (siendo cuatro de ellos mujeres), a través de sus escritos; otras dos decenas de eruditos eclesiásticos aguardan, en el presente, por la concesión del título. No llegan, en total, a suponer ni una mínima porción, en número, de los expertos que así se declaran o son declarados por los medios. Experto es sinónimo de “experimentado”; así figura en el DRAE que, en la primera acepción, define así el término: “Dicho de persona: Hábil o experimentada en algo”, aunque una segunda acepción lo relaciona con la especialización o conocimientos sobre una materia concreta.Pero resulta muy dudoso considerar experto a quien solo es especialista en algo, porque saber todo sobre las rosas no te hace experto en flores ni en campos de lavanda.
Otra cuestión es quien adjudica el título de experto (a los doctores de la Iglesia se lo concede el Papa), y si cualquiera lo es solo por aparecer en televisión con un rótulo, en la parte inferior de la pantalla, que le asigna dicha condición, o por pertenecer a un comité nombrado por políticos para justificar sus decisiones. No está nada claro, pues. Y da la sensación, a menudo, de que los expertos, como los ángeles, tienen más esencia que existencia. Dando por bueno que algunos sí pueda haber entre nosotros, se plantea el interrogante de en qué medida son de fiar en cuanto a predicción o conclusiones.
Publicaba Miguel Ángel Sabadell, astrofísico y divulgador (Muy Interesante, 16/02/2023), un escrito sobre el asunto en el que afirmaba que “si miramos atentamente descubrimos que todos los expertos futurólogos han fallado en sus predicciones como una escopeta de feria. Pero lo más sorprendente es que no solo continúan apareciendo en los medios de comunicación, sino que seguimos pidiendo su opinión”. Y añade que “ninguno de los acontecimientos más importantes de los últimos cien años, ya sean guerras, crisis o cambios radicales en la política de un país, han sido previstos por ningún experto-tertuliano”. De este modo, por ejemplo, H. N. Norman, analista inglés de gran prestigio por entonces, afirmaba, comenzando el año 1914, y lo ponía por escrito que “tan cierto como puede ser algo en política, las fronteras de los estados modernos ya están dibujadas. Creo que no habrá más guerras entre las seis Grandes Potencias”. O sea, que acertó de pleno. Y así podríamos seguir con un sinfín de ejemplos, desde la demografía a la economía, por no hablar de otras cosas.
Quien suscribe, ejerció toda su vida laboral como profesor, y nunca tuvo la sensación de ser estimado como experto en educación, consideración que se daba más bien, y se sigue dando, a sesudos analistas que apenas pisaron las aulas. Es un ejemplo. ¿Y qué decir del Covid? Supimos, pasado lo peor, que no existió en España ningún comité de expertos que asesorase la desescalada de las medidas adoptadas, sino que se trataba de decisiones del gobierno, que así lo reconoció en una respuesta oficial al Defensor del Pueblo.
Afirmó Napoleón Bonaparte, o eso se le atribuye: “si quieres que algo sea hecho, nombra un responsable. Si quieres que algo se demore eternamente, nombra una comisión”. Si además la comisión está formada por supuestos expertos, la suerte está echada, pues suele tratarse de una estratagema para justificar a quien, desde arriba, decide. No es que esos expertos no sean especialistas en algo, todos lo somos, es que suelen ser nombrados por afinidad o, en todo caso, tienen su corazoncito y, por ende, sus ideas, sus filias y sus fobias.
Hay expertos en todo, incluso en los efectos de las pantallas para los niños y adolescentes, por referirnos al penúltimo asunto enjuiciado. Pero no seamos crédulos con todo lo que dicen y ejercitemos el sentido crítico, menos habitual en estos tiempos que el denominado común. Escribió León Felipe, poeta casi olvidado, aquello de “para enterrar a los muertos como debemos cualquiera sirve, cualquiera... menos un sepulturero”.
Como argumento postrero, advirtamos que no suelen coincidir en dictamen sobre el mismo asunto dos expertos con distintas ideas, intereses o valores. No nos queda otra, pues, que pensar por nosotros mismos.
[1] https://www.octopusintelligence.com/the-expert-fallacy-navigating-the-pitfalls-of-expertise-in-decision-making/
|