El enunciado se abre a una primera consideración: ver la empatía como una cualidad exigible en los demás o tan solo algo deseable. Hasta donde sabemos, la ciencia conductual nos advierte de que no es una virtud consagrada a la condición humana, sino que es una capacidad emocional aprendida mediante refuerzo y modelado. Resultaría lógico, pues, pensar que algunos intentos de empatía en ocasiones se dedujeran como prescindibles e incluso hasta inoportunos.
Del mismo modo que de una ‘pócima milagrosa’ se tratase la sociedad está muy próxima a aceptar la citada conducta que, en la mayoría de casos, enmascara falsos relatos carentes de raíz ‘prosocial’. Esto último, adquiere una especial relevancia ante la acuciante necesidad de repensar la política desde un enfoque más humanista y siempre bajo la premisa única de responder, por encima de todo, ante un compromiso público responsable.
Creer en la posibilidad manifiesta de una ‘empatía radical’ desde fuentes tan poco legítimas en su ejemplo y amancebadas en prerrogativas desde una realidad límite con el resto de comunes (concurrencia demostrada como poco tendente a empatizar) es olvidar la ‘reactancia’ que provoca semejante hipocresía en el conjunto de la sociedad, que la percibe cada vez más como una clara amenaza a su libertad.
No puede haber ética alguna que disfrace una gobernación irresponsable. Y menos aún, utilizar el subterfugio de allanar la razón mediante la plasticidad de los sentimientos mostrando a lo sumo una ‘postura compasiva’ a costa dela obligada lealtad con el ciudadano. No cuestiono la necesidad de las conductas de ayuda , todo lo contrario, ni tampoco el valor social que representan, pero sí la utilización torticera e interesada de muchos que de manera habilidosa y siempre desde el falso convencimiento de lograrlo, llegan hasta fingir una ‘empatía reactiva’ con manifestaciones físicas incluidas motivados únicamente por la necesidad de aceptación y aprobación social.
|