Dice Carlos Rodríguez Braun, economista argentino, educado en la Universidad Católica de Argentina, que el abanico antiliberal va desde los fascistas hasta los comunistas. Ambos se sienten atraídos por el populismo, porque ambos padecen el culto a la personalidad. Ambos se dedican en cuerpo y alma a la propaganda y a intoxicar a la población con etiquetas a menudo brillantes, pero siempre simplistas. Tanto el populista socialista como el fascista tienen en su mira principal la anulación de la libertad individual y la idolatría del control del Estado.
El populista suele encarnarse en un líder carismático: un redentor que viene a rescatar a la gente, en momentos principalmente de escasez, para darles un espacio digno. Aprovecha el descontento de la ciudadanía con la clase gobernante y con la sociedad existente para canalizar el odio y la ira los pobladores decepcionados, desilusionados con las instituciones y los dirigentes políticos. El nazismo alemán y el fascismo italiano, por ejemplo, fueron movimientos populistas encarnados en Hitler y Mussolini, que hicieron del odio a la libertad individual y de la adoración al Estado protector su motor fundamental. Todos, absolutamente, han ido siempre en la misma dirección: anular la capacidad crítica e individual para confundir a la masa hacia un pensamiento único.
Decía el intelectual Jean-François Revel que el comunismo y el nazismo son ideologías hermanas. El propio Hitler diría: «he aprendió mucho del marxismo (…) lo que me ha interesado e instruido de los marxistas son sus métodos (…) todo el nacionalsocialismo está contenido en él (…) las sociedades obreras de gimnasia, las células de empresa, los desfiles masivos, los folletos de propaganda redactados especialmente para ser comprendidos por las masas».
El populista, sea de la tendencia que sea, lo tiene claro. La intención no es otra que detestar la libertad individual, adorar al Estado, siempre y cuando esté controlado por ellos, y aniquilar el espacio de las instituciones políticas y económicas liberales. Para ello fomentará el odio entre las clases sociales o etnias, y el resentimiento. Buscará un enemigo interno o externo y se erigirá como el salvador.
Axel Kaisery Gloria Álvarez, en su libro El engaño populista, recuerdan que la concepción de Rousseau sobre su idea de que el origen de todo mal se encuentra en la propiedad privada, al grito de «los frutos son de todos y la tierra de nadie», fue utilizada, maquiavélicamente, por Marx. El enfoque comunista derivó en que por culpa de la propiedad privada existía la desigualdad y la tentación de abusar del que tiene menos. ¿Acaso no es así? Sin embargo, el principal problema es que son los propios dirigentes los que corrompen esas ideas un tanto ilusas y utópicas. Las corrompen porque, con su intención de ostentar el poder, no buscan un equilibrio y reducir el desnivel económico y social, sino que lo único que buscan es quitar a unos para ponerse ellos, con el agravante de la tendencia autocrática o dictatorial de la que se invisten y se sienten respaldados por todo ese odio que han avivado en la ciudadanía.
Lejos de liberalizar, el populista lo que busca es mantener el control de la población en sus manos. Nada hace más dependiente a la gente del poder que el control sobre sus ingresos, sus trabajos, sus propiedades. Así, por ejemplo, en América latina, la tendencia de parte de sus dirigentes (Krichner, Maduro, López Obrador…) ha sido crear segmentos importantes de una población dependiente del poder político y de las prebendas que ellos mismos reparten, neutralizando de esta manera, la posibilidad de resistencia a sus planes. Quizá es algo que podamos ver claramente en las secciones sindicales en España, las cuales parecen más preocupadas por las subvenciones que por defender los derechos de los propios trabajadores.
El verdadero peligro es que todos estos individuos brotados del populismo tienen su caldo de cultivo en la democracia. Nacen en el interior de ella y desde dentro pretenden dinamitarla. Chávez, por ejemplo, llegó al poder ganando limpiamente las elecciones de 1998 y, de ahí en adelante, todo su programa se concentró en mantener una falsa fachada democrática para ir consolidando, poco a poco, una dictadura. Liquidó la independencia de los poderes del Estado, atacando especialmente al judicial; y convirtió la Asamblea Nacional en un esperpento que aprobaba todas y cada una de sus iniciativas. Decretos destinados exclusivamente al control de la libertad de expresión y de prensa; y, por supuesto, a las confiscaciones de propiedades.
En toda esa pseudopolítica populista hay un fin concreto: la persecución de opositores, los ataques a la prensa, el descredito de la justicia… ¿les suena? Todo ello parece estar amparado en que él, el líder, es quién representa al pueblo y por tanto no debe someterse a ninguna ley que limite su poder, comenta Axel Kaiser en su libro. Porque se ha hecho concebir la estúpida idea de que quién limite el poder del «puto amo», limita el poder al pueblo.Se busca a toda costa detonar eso que en el derecho anglosajón se viene a llamar el Rule oflaw, el Estado de Derecho, el respeto y la garantía de los derechos de las minorías gracias a que el poder del líder será limitado.
La democracia requiere, como parte fundamental, la separación de poderes. No es, como dijera Pablo Iglesias «un movimiento dirigido a arrebatar el poder a quienes lo acaparan para repartirlo entre el pueblo, que es el llamado a ejercerlo por sí mismo o por SUS DELEGADOS». Porque es aquí donde viene el engaño. La torticera intención de que esa redistribución de la riqueza debe hacerla una nueva élite que, supuestamente, encarna al pueblo y que por tanto tiene todo el poder para hacerlo por la fuerza si fuera necesario.Llegamos, por tanto, a eso que tan certeramente denunció George Orwell en su libro Rebelión en la granja, a un sistema donde unos son más iguales que otros, donde la nueva élite revolucionariase transferirá los privilegios de dominar a los demás, con la única intención de mantenerse siempre en el poder.
Fue Orwell quien denominó como «neolengua» ese lenguaje o aparataje intelectual creado especialmente para destruir la libertad y justificar las aspiraciones al poder del líder. Hay que pervertir el lenguaje y manipularlo. Crear un lenguaje político diseñado exclusivamente para que «las mentiras suenen a verdades, el asesinato sea respetable, y hasta para dar apariencia de solidez al propio viento». Hay que hacerse con una agenda de intelectuales y académicos en nómina. Lo que Friederich Hayek denominaba como «distribuidores de segunda mano». Tipos como periodistas, artistas, escritores y generadores de opinión cuya misión sea crear un clima favorable hacia ese populismo. Es lo que Antonio Gramscidenominó el conjunto de intelectuales orgánicos. Intelectuales encargados de construir una hegemonía ideológica y cultural. Infiltrarse en el pensamiento de la gente a través del dominio del sistema educativo, de la religión y de los medios de comunicación. Del control de la televisión, de internet y de las redes sociales, tan interesante en nuestros días. Una hegemonía que sirva para «ganar el relato», aunque este sea falso. Es necesario ganar la lucha intelectual para dominar las estructuras democráticas e ir tomando posiciones. La imposición del relato, aunque este no se corresponda con la realidad. Primero habrá que dividir la sociedad, tensionarla, polarizarla y finalmente poner en funcionamiento todo ese engranaje de intelectuales orgánicos para llegar a la imposición de un cuento, un relato creíble e infiltrado en la conciencia de la gente.
Dijo en cierta ocasión Karl Popper «nosotros los intelectuales hemos hecho el más terrible daño durante miles de años. Los asesinatos en masa en nombre de una idea, de una doctrina, una teoría o una religión fueron obra de nuestra, intervención nuestra, de los intelectuales». Un terrible mal causado por ese conjunto de intelectuales que lejos de ser fiel a su propia conciencia, como noblemente lo fueron Arthur Koestler, Albert Camus o Ernesto Sábato, prefirieron cegarse con los destellos de una ideología tan fascinante como traidora.
El populismo, lejos de intentar generar riqueza, lo que añora es aumentar la desigualdad y la corrupción. Una corrupción que llega a niveles insospechados debido al intervencionismo estatal en todos los sectores sociales y económicos. Solo hay que echar la vista atrás para ver la corrupción generalizada en países de la antigua era soviética o de la Alemania nazi donde el poder de sus gobernantes no tenía límites. Un sistema de amplia libertad económica y social es menos proclive a la corrupción, mientras que uno intervencionista lo fomenta. Es una condición indispensable limitar al Estado para evitar su corrupción. Un Estado limitado evitará que sus dirigentes puedan crear leyes para auto indultarse, o jugar a su antojo con el erario y los impuestos de todos los ciudadanos para mantenerse en el poder.
No obstante, el continuo desprestigio que la izquierda está realizando de las instituciones democráticas, utilizando el poder, no para beneficiar a los ciudadanos, sino para mantenerse en él, para colmarse de prebendas, para incentivar la corrupción entre sus allegados, está provocando una inclinación de la opinión ciudadana, no ya hacia el liberalismo, sino hacia los populistas neoliberadores, a los predicadores del salvaje neoliberalismo. Ellos como la izquierda, han aprendido hábilmente de que hay que hacerse con el control intelectual para calar en las conciencias de la gente. Por tanto, hay que dulcificar las palabras y aludir a reformas en lugar de recortes sociales, a pedir sacrificios a la ciudadanía en lugar de bajada de sueldos, a flexibilizar el mercado laboral en lugar de despidos, a gravámenes de activos ocultos en lugar de amnistía de dinero negro. La izquierda se lo ha puesto muy fácil. «No hay plata señores». Y parece que la poca que hay solo sirve para llenar los bolsillos de esa izquierda woke que no le importa contaminar los cielos con un séquito de aviones privados, pero que asfixia al pequeño trabajador con trabas burocráticas, multas e impuestos maquillados en favor de la ecología. Se empieza por dar ejemplo. Y de eso, hoy día, la izquierda no goza en absoluto. Se ha perdido la vergüenza a ser un delincuente y un corrupto.
Un Estado con una fortalecida división de poderes evitará igualmente que este sea doblegado por los poderes fácticos y económicos en cuanto a posibles decisiones interesadas. Pero tristemente, a quién ostenta el poder, lo primero que le interesa es doblegar a todos los demás sectores vigilantes. Una ciudadanía culta y formada evitará que sus pensamientos sean fácilmente dirigidos por delirios ideológicos de intelectuales del gauche caviar, o por la desmedida avaricia del savage neoliberalism. Sin embargo, progresivamente vemos que la ciudadanía es más fácilmente confundida con dos líneas en un simple comentario publicado en las redes sociales.
Dice Roy Harrod, en su libro El dinero, que hay dos tipos de riqueza, «la riqueza oligárquica que se predica de una minoría, que es tener un yate, varias casas y avión propio; y la riqueza democrática, que consiste en satisfacer las necesidades, que dicen los derechos humanos, en un nivel digno». Parece ser que, últimamente, esta riqueza democrática, no le interesa a nadie de nuestros dirigentes. Lo único que interesa, dictatorial o democráticamente, es llegar al poder. Lo de los beneficios sociales o el bienestar del ciudadano ya es otro cantar. Es preferible fomentar la ceguera, tal y como dijera José Saramago, ante tanta felonía.
Menos mal que, por siempre, nos queda Don Quijote, ese viejo loco de alma bondadosa que, en uno de sus andares, vino a decirnos: «Mire usted, así son las cosas… y podemos cambiarlas».
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