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Mujeres en la Ciencia: Hipatia de Alejandría (I)

Geometría, álgebra y astronomía fueron sus dominios, pero también diseñó herramientas como el astrolabio y el densímetro, preludio de las maravillas de la física moderna
María del Carmen Calderón Berrocal
lunes, 23 de diciembre de 2024, 08:48 h (CET)

Hipatia nos aparece como la última luz de Alejandría. Sobre el mármol helénico y bajo el fulgor del sol egipcio, se alzó Hipatia, una mujer singular que, como un faro en la tormenta, iluminó la transición tumultuosa entre el paganismo y el cristianismo.


Presentación1


Era hija del matemático Teón, quien no solo le transmitió el arte de medir las estrellas, sino también el talante metódico y la capacidad para cuestionarlo todo. Su nombre, grabado con la precisión de un compás en la historia, resuena como símbolo de la razón frente al dogma, de la filosofía frente al fanatismo.


Es una maestra en tiempos de cenizas y tragedia. En el esplendor de Alejandría, cuando la ciudad aún vibraba con los ecos del pensamiento clásico, Hipatia destacó como la primera entre los sabios. No se limitó a repetir los ecos de Platón y Plotino, sino que los expandió con el rigor de una científica y la pasión de una filósofa.


Geometría, álgebra y astronomía fueron sus dominios, pero también diseñó herramientas como el astrolabio y el densímetro, preludio de las maravillas de la física moderna. Su escuela era un hervidero de ideas donde cristianos y paganos dialogaban sin reservas, un espacio raro y precioso en tiempos de tensiones religiosas.


Educó a hombres que luego ocuparían posiciones de poder, como Sinesio de Cirene, quien, aunque obispo, no dejó de corresponderse con ella para desentrañar los misterios de la geometría y la teología. También tuvo como discípulo a Orestes, prefecto de Egipto, cuya fidelidad a la maestra acabaría marcando su destino.


Pero en la Alejandría del siglo V, las ideas eran peligrosas. El cristianismo, de la mano del patriarca Cirilo, buscaba consolidarse como fuerza hegemónica. En este clima de intolerancia, Hipatia, símbolo del pensamiento libre y heredera del paganismo filosófico, se convirtió en un objetivo. Fue acusada de conspirar con Orestes contra Cirilo y, en marzo del 415 (o 416, según otras fuentes), una turba enfurecida la asesinó brutalmente.


Según Sócrates Escolástico, su muerte fue un escándalo que empañó la reputación de la iglesia alejandrina, pero otros relatos la presentan como un martirio más complejo, nacido del choque entre ideologías irreconciliables.


Su muerte marcó el fin simbólico de una era. Aunque la escuela neoplatónica sobreviviría aún algunos siglos, la figura de Hipatia se transformó en mito: la mártir de la razón frente a la intolerancia religiosa, la última voz del pensamiento clásico acallada por el fragor de una nueva era.


Su legado y su vida han tenido reinterpretaciones. Desde la Ilustración, el nombre de Hipatia ha sido elevado a emblema de la ciencia y de la libertad intelectual. Feministas de diversas épocas han encontrado en ella el arquetipo de la mujer libre y racional, aunque las fuentes históricas, caprichosas como suelen ser, presentan una imagen menos idílica: una vida marcada por la castidad y un ascetismo que poco tiene que ver con las modernas nociones de emancipación. Además, la confusión histórica ha tejido en torno a ella vínculos inexistentes con la Biblioteca de Alejandría, un icono cultural que ya era polvo y memoria cuando Hipatia enseñaba filosofía y matemáticas en el Serapeo.


Pero su verdadero legado no radica en los mitos, sino en el fulgor de su pensamiento en un mundo que se hundía en tinieblas. Hipatia representa no solo la defensa de la razón frente al fanatismo, sino también una advertencia eterna: la fragilidad del saber ante la vorágine de las pasiones humanas. Su nombre, "la suprema", resuena como un eco de grandeza en un tiempo que prefería silenciar a quienes osaban comprender demasiado.


Desde niña, Hipatia vivió inmersa en el aire espeso de los libros y los números, de las ideas y las estrellas, como si en Alejandría el pensamiento flotara en el ambiente y se respirara con cada bocanada. Su padre, Teón, no se conformó con hacer de ella una erudita; pretendió forjar a una mujer íntegra, un espíritu robusto capaz de abarcar el conocimiento y la virtud en igual medida. No bastaba con educarla; había que templarla, como las campanas, no bastaba hacerla, tenía que sonar bien.


En aquella urbe única, donde el saber era oro y las palabras de los sabios se repetían como plegarias, Hipatia encontró su reino. Sucedió a los gigantes que habían pisado ese suelo antes que ella, filósofos como Platón y Plotino, liderando una escuela que era faro para mentes inquietas venidas de todas partes del mundo. Allí, entre rollos de papiro y esquemas geométricos, impartía sus lecciones con una claridad que hacía que las complejidades de las matemáticas y la filosofía parecieran sencillas. De sus discípulos, algunos dejaron testimonio de su grandeza, como Sinesio de Cirene, quien escribió de su maestra con admiración reverente.


De su vida privada sabemos poco, porque Hipatia no dejó más biografía que su obra y su magisterio. Permaneció virgen no por imposición, sino por su decisión de dedicar su vida a algo más elevado. A quienes confundieron su enseñanza con seducción o intentaron reducir su grandeza a una cuestión de género, los enfrentó con frialdad y contundencia. Sin embargo, esos tiempos oscuros no perdonaban a quienes brillaban demasiado. Hipatia, que enseñaba sin hacer distinción entre cristianos y paganos, fue arrastrada al torbellino de odios y tensiones que dividía la ciudad. Su final fue brutal: la sabiduría asesinada por la ignorancia, el fanatismo ciego apagando la llama del pensamiento. Pero con su muerte nació el mito. Hipatia trascendió la barbarie que quiso borrarla, convirtiéndose en símbolo de lo que puede alcanzar el espíritu humano cuando se eleva sobre las miserias de su tiempo.


Hipatia era una mujer anclada en su época, pero su humanidad nunca dejó de aspirar a lo sublime. Su nombre sigue resonando como un desafío, una bandera para quienes no temen mirar más allá de los límites impuestos. Un recordatorio de que, incluso en la sombra, la luz de la razón es inmortal.

Hacia el año 400, Hipatia era ya la figura central del neoplatonismo en Alejandría, maestra y guía de una élite intelectual que acudía a ella no solo por aprendizaje, sino por inspiración. Su escuela, un baluarte de filosofía en una ciudad desgarrada por la violencia y las facciones religiosas, era una isla de razón en un mar de caos. Allí, las enseñanzas de Platón y Aristóteles se desgranaban con precisión y los conceptos matemáticos y astronómicos se iluminaban con una claridad que fascinaba a sus discípulos. Pero en una época donde las ideas eran armas, su pensamiento no solo la elevó, también la condenó.


Gran parte de lo que sabemos sobre su labor proviene de Sinesio de Cirene, uno de sus alumnos más fieles, quien años después, convertido en obispo de Ptolemaida, dejó constancia de su respeto y devoción en cartas que aún resuenan con fuerza. Para Sinesio, Hipatia no era solo una filósofa; era “la auténtica maestra de los misterios”, un título que no se otorgaba a la ligera. Sus epístolas describen la vida en torno a la escuela: una comunidad de mentes brillantes, aristócratas y pensadores, tanto cristianos como paganos, unidos por el ansia de conocimiento y la admiración hacia su maestra.


Entre esos discípulos destacaban figuras como Euoptio, el hermano menor de Sinesio; Herculiano, amigo y ejemplo de virtud; Olimpio, un rico terrateniente y Orestes, quien llegaría a ser prefecto imperial. No eran simples alumnos, sino una élite intelectual y política que buscaba en Hipatia algo más que lecciones: una guía moral y filosófica en tiempos inciertos. Bajo su dirección, estas mentes dispares encontraban un espacio de tolerancia donde las diferencias religiosas se diluían en el crisol del pensamiento elevado. Su trato igualitario con cristianos y paganos era un desafío silencioso a las divisiones que desgarraban a Alejandría.


La exclusividad de su círculo y el aura casi mística que rodeaba a su figura la alejaban del común de los mortales. Se decía que sus enseñanzas eran secretas, reservadas a los iniciados y esto alimentaba tanto el respeto como la sospecha. Ciertamente el conocimiento no está al alcance de todos, no todos comprenden todo, de forma que para algunas personas el acceso a algún conocimiento podría ser hasta traumático.


Para el vulgo, Hipatia no era una maestra, sino una figura distante, incomprensible, cuyos saberes parecían casi sobrenaturales. Porque el conocimiento realmente no está al alcance de todo el mundo, no por las posibilidades que del Estado sino por el estadio de evolución de cada mente. Ese abismo entre su mundo y el de las masas se convirtió en una brecha insalvable, sembrando las semillas del odio que finalmente la destruiría. En el vulgo, el pueblo, termina imponiéndose la vulgaridad y haciendo “normal”, lo que es la norma y no lo que realmente debería ser normal.

Para quienes la conocieron, Hipatia no era solo una académica sino un ideal encarnado. Su virtud personal, esa “sofrosine” que los griegos veneraban como la cima de la excelencia moral, la distinguía aún más del resto. Austera, íntegra, entregada a un propósito más alto, su figura trascendía la generalidad de lo humano. Sus discípulos no solo la respetaban, sino que la veneraban. Madre, hermana, guía y benefactora, como la describió Sinesio, era el centro de un círculo que la consideraba casi divina.


Pero Alejandría no era lugar para los mitos vivientes. En una ciudad donde la fe comenzaba a imponerse sobre la razón, donde el fanatismo prendía con facilidad ella era una anomalía peligrosa. En realidad no para la sociedad, a la que aportaba conocimientos y valores, sino para ella misma, porque vivía en la sociedad que vivía.


Su muerte, brutal y despiadada, fue más que un crimen, un símbolo del choque entre dos mundos. Sin embargo, su legado sobrevivió. La luz que encendió en su tiempo siguió brillando como un faro, recordándonos que la razón puede iluminar incluso las épocas más oscuras.


A comienzos del siglo V, Egipto era un hervidero de tensiones religiosas y políticas. Alejandría, su gran ciudad, no solo era un puerto comercial y un crisol de culturas, sino también el epicentro de una de las comunidades cristianas más influyentes del Imperio. El Patriarca de Alejandría se contaba entre los hombres más poderosos de la cristiandad, a la par con los de Jerusalén, Antioquía, Constantinopla y Roma. Sin embargo, la teórica primacía de Roma, heredera de la silla de San Pedro, estaba lejos de traducirse en una autoridad incontestada. Los siglos IV y V fueron un desfile de enfrentamientos doctrinales y juegos de poder entre los patriarcados, especialmente entre Alejandría y Constantinopla, cuya rivalidad se volvía cada vez más feroz.


Desde el Edicto de Tesalónica, en el año 380, el emperador Teodosio I había convertido el cristianismo niceno en religión oficial del Estado. Aquel decreto, reforzado más tarde por la prohibición de cualquier práctica no cristiana, marcó el inicio de una cruzada no solo contra los cultos paganos, sino también contra las interpretaciones disidentes del cristianismo, etiquetadas como herejías. Las décadas que siguieron estuvieron plagadas de conflictos que a menudo acababan en violencia y Alejandría, siempre tumultuosa, no fue una excepción. En ese contexto, la figura de Hipatia brillaba con una luz que atraía tanto la admiración como el odio. Durante el patriarcado de Teófilo, Hipatía logra mantener su actividad al margen de las pugnas religiosas. Su escuela era un refugio de saber donde las disputas entre paganos y cristianos quedaban al margen.


Pero la calma era un espejismo, pues cuando Cirilo sucedió a Teófilo como Patriarca, el ambiente se envenenó y bajo su liderazgo, los neoplatónicos como Hipatia se convirtieron en objetivos de las crecientes presiones religiosas. 

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