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Hadas, elfos y Juanito

Cuento navideño
Manuel Villegas
martes, 24 de diciembre de 2024, 09:27 h (CET)

Pobre era al pueblo, pobres las míseras casas de sus pobres habitantes, pobre la familia de Juanito. Bueno, decir familia posiblemente sea mucho decir, porque este niño vivía solo con su madre en una mísera covacha en el ejido del pueblo, no muy habitable dadas sus condiciones malsanas, pero ¡a ver!, desde que su padre falleció en un penoso accidente laboral, todo había sido rodar en pendiente hacia el abismo.


Cerca de la gruta había un espléndido y tupido bosque con multitud de árboles. Castaños, encinas, nogales, robles, encinas, en fín, muchos, muchos árboles que proveían a los lugareños con sus frutos de los que estos se aprovechaban para elaborar sus alimentos. Castañas en dulce, bellotas asadas, nueces crudas y como adorno de los bizcochos, o ingredientes para los dulces que las hacendosas mujeres el pueblo preparaban. Todo, todo lo del bosque se aprovechaba. Buena leña para los fogones en los que se preparaban los alimentos y ardía en las chimeneas, junto a las cuales las abuelas entretenían a sus nietos en las frías tardes de invierno contándole consejas y relatos de príncipes y princesas.


Había la creencia, entre los pueblerinos, aunque nadie los habia visto, de que estaba habitado por hadas y elfos bonachones que muchas veces, unas y otros, visitaban las casas de los niños más pobres y les dejaban regalos, comida, ropa, tejida por las mismas hadas, zapatos hechos por los elfos, juguetes, golosinas y chucherías con las que los críos se entretenían.


Todos los niños del pueblo vivían ilusionados con la esperanza de que, un hada, o un elfo llegase a su casa y, aunque no lo viese, le dejase algún regalo.


Su padre había sido un buen trabajador agrícola. Mientras vivía todo había sido felicidad para Juanito: Risas, besos, canciones, dulces meriendas, estupendas comidas… Todo lo que puede hacer feliz a un niño bien querido por su familia, pero llegó la desgracia. El padre, cuando araba, se precipitó por un terraplén, con tan mala suerte que se rompió el cuello.


La desolación entró en la casa. La madre Antonia y Juanito siempre habían vivido a la sombra de su padre y no estaban muy preparados para afrontar con valentía la vida. Por ello, poco a poco Antonia, que no había encontrado trabajo ni como sirvienta en ninguna casa, comenzó a vender los muebles y enseres que poseía, hasta que, al final tuvieron que abandonar la vivienda por no poder pagar el alquiler y acondicionaron, como pudieron, la cueva a la que se mudaron.


Era grande y espaciosa y, aunque tenía humedad, ofrecía un abrigo seguro y gratuito, no era de nadie, en el que poder vivir.


La madre empezó a valerse por ella mima. Había conservado algunas herramientas y utensilios. Entre ellos una buena hacha con la que cortaba madera en el bosque para que no faltase, sobre todo en invierno, una buena fogata en la cueva y eliminase la humedad.


Logró hacer de aquella cueva, en principio inhóspita, un lugar en el que medianamente se podía vivir. Casi hasta con comodidad.


Juanito, a sus ocho años, había sido zarandeado por la vida posiblemente más de lo que un niño puede soportar a su edad, pero la madre a la que no le quedaba más remedio, tuvo que hacerse fuerte y sacar bríos que ella misma desconocía que poseía, y, sobre todo por Juanito, encaró la vida con unos arrestos inusitados.


Su padre había fallecido en el mes de marzo. El tiempo implacable avanzaba y la situación no mejoraba. La madre tuvo una idea muy buena. Ir a casa de las personas que tenían más dinero que ella y ofrecerse para lavarles la ropa en el arroyo del bosque. Algo consiguió con eso, y pudo ganar algún dinero para comprar las cosas más elementales, harina, garbanzos, arroz, aceite, alubias…, algunos víveres con lo que poder comer.


Algo había mejorado, comían todos los días, y el horizonte no se veía tan negro.


Poco a poco transcurrieron los días y se acercaba el día de la Nochebuena en la que se celebraba la llegada del Niño Dios al mundo.


Día de felicidad y alegría. Fecha en la que, los que podían, mataban el mejor gallo del corral. Lo rellenaban con frutos, manzanas, peras, uvas pasas y, hasta quien podía añadía dátiles e higos secos, con lo que, una vez asado al horno de piedra de la mayoría de las casas, quedaba un manjar exquisito.


Las madres hacían galletas y dulces de muchas clases para que sus niños disfrutasen comiéndolos.

La madre de Juanito no podía preparar nada de eso. Los dos se contentaron con un guiso de garbanzos, zanahorias y nabos.


Cerca de las doce de la noche, marcharon hacia la iglesia para oír misa, la que llaman la del gallo, en conmemoración del nacimiento de Jesús.


Terminada esta, volvieron a la cueva y se acostaron.


Juanito tuvo un sueño maravilloso. Veía cómo la cueva se iluminaba por las antorchas que traían varios elfos, detrás de los cuales veían otros con unas cajas bastante grandes y que pesaban mucho, por la cara de esfuerzo que estos tenían.


Detrás de los elfos venían hadas, también con cajas grandes y de peso que, al igual que los elfos, dejaron cerca de la candela que su madre dejaba encendida toda la noche para ahuyentar el frío, pero de forma tal que no pudiera extenderse fuera del círculo de piedras que ponía a su alrededor.

Juanito tuvo ese sueño varias veces, hasta que, al final logró seguir durmiendo sin soñar en nada más.


Se despertó muy pronto, algo le decía que le esperaba una sorpresa. No sabía por qué, pero una vocecita le susurraba que algo bueno le iba a ocurrir aquella mañana.


Así fue. Ya totalmente despierto observó las muchas cajas que había junto al fuego. Se puso muy contento y empezó a llamar a su madre, que todavía dormía, para que viese todo lo que había en la cueva.


¡Mamá, mamá, no ha sido un sueño, es verdad, despierta que quiero que veas todo!


La madre no se despertaba. La zarandeó varias veces hasta que, por fín, abrió los ojos. Juanito no paraba de besarla y de decirle, mamá mira, mamá mira. Esta, se puso de pie y quedó totalmente asombrada con lo que vio.


No se aceleró, no perdió la calma, despacio, muy despacio, pues no sabía que podían contener aquellas cajas comenzó a abrirlas, Juanito, como lo que era, un chiquillo, la urgía para que abriese todas.


Muchas, muchas cosas contenían aquellos regalos inesperados. Ropa, en tal cantidad, que ni ella ni Juanito volverían a pasar jamás frío: Jerséis, abrigos, vestidos, pantalones y un sinfín de ropa de niño y de mujer con la que tendrían para muchos años. Mantas para los catres en los que dormían, sábanas para los mismos. En fin todo en lo que pueden pensar las personas tan necesitadas como ellos.


La madre la dijo a Juanito: esto lo guardaremos al final de la cueva, donde hace menos humedad y lo sacaremos conforme lo necesitemos.


Así lo hicieron y, como pudieron por el mucho peso de las cajas, las llevaron al lugar en el que la madre había dicho.


De pronto Juanito dijo: ¡mira mamá, que caja tan chiquita! ¡mira, mira! La madre miró hacia donde Juanito decía y, efectivamente, vio un pequeño cofre dorado. Lo cogió y lo puso sobre la única y desvencijada mesa en la que comían, y, con mucho cuidado lo abrió y los dos quedaron asombrados con lo que tenía dentro: esmeraldas, rubíes, brillantes…todo un tesoro que les permitiría vivir, no solo de forma holgada, sino hasta con cierto lujo. La madre cogió a Juanito de una mano y le dijo: hijo estos regalos nos los manda Dios sin que nosotros los merezcamos. Bendito sea su santo nombre, démosle gracias. Ambos de rodillas, como si alguien les dictara lo que tenían que decir, al unísono, dieron gracias a Dios por tan maravillosos regalos.


La ropa había sido confeccionada por las hadas y las piedras preciosas eran el regalo de los elfos. A continuación dijo a Juanito:


Niño ¿te acuerdas de la casa que el otro día vimos en el llano de la iglesia y que tenía un cartel diciendo que la vendían? Preguntaré quien es el dueño. Hablaré con él, y cuando la veamos, si nos gusta, la compraremos. Seguro que la menor de las piedras preciosas que tenemos vale mucho más que ella.


Juanito se abalanzó a su madre, la abrazó y comenzó a besarla con todas sus fuerzas, pues, si mucho le habían gustado los regalos, esta noticia lo alegró más, ya que podría vivir, como otros niños del pueblo, en una casa.

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Jesús Rafael Marcano Guzmán (Maturín, 1993), a menudo citado como J. R. Marcano o Jesús R. Marcano, y conocido en el mundo de las letras como 'Emperador de Jade', es un escritor, poeta, haijin, sinólogo, orientalista, traductor literario y promotor cultural.

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