El encuentro de los ciegos con la Luz
Estos días celebramos la venida de la Luz al mundo. En el Evangelio de Mateo (Mt 9,27-31), encontramos un pasaje profundamente conmovedor: dos ciegos siguen a Jesús, clamando: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!». Esta súplica es el grito del hombre que reconoce su necesidad y se dirige con esperanza al único que puede darle luz. Jesús, al llegar a casa, los desafía con una pregunta esencial: «¿Creéis que puedo hacer esto?». Los ciegos responden con fe: «Sí, Señor». Entonces Jesús toca sus ojos y les dice: «Hágase en vosotros según vuestra fe». Y en ese instante, recuperan la vista.
Este milagro no es solo la curación física de unos hombres, sino un signo que apunta a una realidad más profunda: la necesidad de la fe para que la luz de Dios ilumine nuestro interior. La ceguera que aquí se narra tiene múltiples niveles: físico, espiritual y existencial.
El sufrimiento y la ceguera interior
En este pasaje, la ceguera nos recuerda que el mundo está lleno de sufrimiento y oscuridad. Como señala Benedicto XVI en su encíclica “SpeSalvi” (Salvados en la esperanza):
“Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento, sino aceptarlo, madurar en él y encontrar un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito.”
El sufrimiento, inevitable en la vida humana, no puede eliminarse por completo, pero sí puede transformarse cuando se vive con fe. La verdadera sanación no siempre pasa por la eliminación del dolor, sino por la luz que Cristo nos da para encontrar esperanza y sentido en medio de él.
San Agustín, quien experimentó la lucha contra su propia ceguera interior, lo expresa con claridad:
“Ciego y hundido, no podía concebir la luz de la honestidad y la belleza que no se ven con el ojo carnal, sino con la mirada interior.”
Cuando no abrimos el corazón a Dios, nuestra ceguera se vuelve incurable. Buscamos llenar esa oscuridad con “espectáculos” y distracciones, pero el vacío persiste. Como el salmista proclama: “El Señor es mi luz y mi salvación” (Salmo 26), solo Dios puede devolvernos la verdadera vista.
La fe: condición para recibir la luz de Dios
Los dos ciegos del Evangelio son curados porque confían plenamente en el poder de Jesús. La pregunta del Señor «¿Creéis que puedo hacer esto?» nos desafía también a nosotros hoy. La fe es la clave para abrir las puertas a la luz y al amor de Dios en nuestras vidas.
La fe no es solo creer que Dios existe, sino confiar plenamente en que puede actuar en nuestra vida. En muchos otros lugares del Evangelio, Jesús vincula los milagros a la fe del que pide. La fe permite que el poder de Dios se manifieste: «Todo es posible para el que cree» (Mc 9,23).
La fe crece en la oración y en el deseo de Dios
¿Cómo podemos aumentar nuestra fe? Benedicto XVI nos ofrece una respuesta en “SpeSalvi”:
“La oración es una escuela de esperanza.”
San Agustín ilustra esta idea al describir la oración como un ejercicio del deseo: el corazón humano, pequeño y lleno de “vinagre”, debe ser purificado y ensanchado para poder ser colmado por la dulzura de Dios. Dice Agustín:
“Imagínate que Dios quiere llenarte de miel; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel?”.
Este proceso de purificación puede ser doloroso, pero es necesario para que nuestro corazón se haga capaz de recibir a Dios y su luz. Así, con un corazón ensanchado y purificado, nuestra fe puede crecer y ser el medio por el cual recibimos la gracia y el amor de Dios.
Conclusión: La luz que transforma
El milagro de los ciegos nos recuerda que la fe no solo nos permite ver la luz, sino que nos transforma. Jesús nos dice también a nosotros: «Hágase en vosotros según vuestra fe». Si vivimos con confianza, perseverancia y oración, el Señor nos concederá no solo lo que pedimos, sino aquello que realmente necesitamos: su luz, que cura nuestras cegueras y nos guía hacia la verdadera vida.
En este tiempo de Navidad, abramos nuestro corazón a la fe, purifiquemos nuestros deseos y esperemos con confianza la luz de Cristo, que viene a iluminar todas nuestras oscuridades.
«El Señor es mi luz y mi salvación.» (Salmo 26)
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