Es propio de estas fechas hacer balance del año. Pero, entreviendo conclusiones poco gratas, opto por emprender una cavilación breve y escrita sobre la noción, más genérica, de cambio o transformación, ese “leitmotiv” recurrente del progresismo contemporáneo cuando medimos cualquier mutación en términos de avance social. Suele ser empuñado, dicho concepto, como mito impulsor de toda ingeniería social, en especial de aquellas que ansían cambiar el mundo por la tremenda, mediante la imposición manifiesta o furtiva de la metamorfosis que, en cada caso, corresponda, teniendo en cuenta la evidencia de que somos los humanos reticentes a las innovaciones a poco que nos saquen de nuestra zona de confort ideológico, mental o simplemente cotidiano.
No ha sido nunca, creo yo, el cambio brusco la vía de tránsito desde el atraso al progreso o, en su momento, desde la pobreza y la miseria a niveles de vida cercanos a la opulencia. Al margen del soniquete de los aspirantes a revolucionario de cualquier condición, las grandes metamorfosis sociales, culturales y políticas arrancan de novedades tecnológicas y, así, los verdaderos agitadores, e incluso insurrectos, serían los inventores varios y la ciencia aplicada. De este modo, cambiaron el mundo, verbigracia, la rueda, la agricultura o la escritura, como más tarde lo hicieron la imprenta o las mejoras en la navegación. Y en tiempos contemporáneos, las revoluciones industriales y técnicas, de las que son hijas nuestras sociedades. Desde la primera, con el carbón, la siderurgia y la máquina de vapor, amén del ferrocarril, devinieron estas innovaciones económicas y técnicas en ingeniería social de la buena, siendo las grandes alteraciones políticas decimonónicas, las del liberalismo y nacionalismo, acomodación posterior a los cambios y al progreso generado por las otras; digan lo que digan algunos detractores del progreso, haciendo alusión a las terribles condiciones de vida de aquel siglo, se produjo en Europa durante el mismo una revolución demográfica, es decir, aumentó la esperanza de vida y mejoró el día a día de las gentes, lo que fue a más con la segunda de las fases industrializadoras, la del gran capitalismo, paralela a otra gran revolución en las comunicaciones y en la ciencia.
Y llegó la tercera, la de Internet, acompañada de otras novedades, como los avances genéticos o los celulares, que parece completarse ahora con la cuarta, la de los “cobot” y la IA, fuente de temores y ansiedades en este presente marcado por la sensación de zozobra relacionada con la impresión de que invisibles hilos manejan nuestras vidas y nuestro porvenir. Y, como siempre, surge el rechazo, el miedo a lo nuevo. Recuerdo, por mi edad, a las amas de casa que no aceptaban la fregona, ese invento, y seguían pasando la bayeta de rodillas; alegaban que la limpieza era así más completa y profunda. Sirva ello como paradigma de cómo, en situaciones de cambio, emerge siempre el miedo a perder nuestros roles y funciones y ello nutre, en la fase inicial de lo nuevo, el desarrollo de actitudes “luditas”, que ponen a la tecnología, la que sea en cada momento, como fuente de todos los males. En el presente, lo hacen sus propios creadores, como está ocurriendo con las inteligencias artificiales, denostadas por algunos de los que contribuyeron a su nacimiento, en un extraño ludismo impulsado desde arriba.
Hay, desde luego, luces y sombras en el asunto, pero el camino solo se recorre hacia adelante, como muestran los hechos del pasado y como sabemos por la unidireccional flecha del tiempo. Nunca hay vuelta atrás, ni ética ni política. Solo la técnica, es decir, la huida hacia adelante, puede paliar los aspectos negativos que ella misma genera. Ahí reside la esperanza porque, siendo cierto que algunas de esas últimas innovaciones amenazan nuestras libertades (tal vez igual que todas), no queda otra que preservar la porción de las mismas que sea posible y, a la vez, adaptarlas al contexto nuevo. En ese futuro reside nuestro Mal o nuestro Bien, excluida la opción de volver atrás, y sabiendo, como sabemos, lo poco recomendable que sería quedarnos en medio del camino. He ahí el desafío del nuevo año y de los años sucesivos.
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