A lo largo de la vida podemos comprobar cómo la madre es el “punto de encuentro” capaz de reunir a todos los miembros de una familia por muy desperdigados que estos se encuentren. No voy a descubrir ahora el valor de la madre como persona, como conciliadora y como sumo matriarca. Pero, una vez más, me vuelvo a sorprender por su capacidad de comprensión, de su forma de tratar a cada uno de los hijos, nietos y demás familiares como si fueran los únicos seres del mundo. Cómo pone ese pequeño detalle que solo ella sabe que va a impactar en el receptor del mismo.
Un año más veo como, a lo largo de estos días, comen en la casa hasta tres docenas de personas –a la vez- y de que forma milagrosa no paran de salir platos de una cocina mágica que parece una reedición del milagro de los panes y los peces.
La madre no se agota nunca. No pasa hambre, ni tiene frío ni se cansa. Una fuerza sobrehumana, que no se de donde le sale, le acompaña mientras sea necesaria. Lo mismo se inventa una mesa en la que caben treinta, que cocina dos ollas de callos capaces de alimentar a un regimiento.
Pensamos que esta “especie” se acabará con esta generación. Mentira. Las madres han sido, son y serán siempre así. Aunque ahora parezcan superficiales y distintas. Cambiarán la chorrada de lucir vestidos confeccionados con gotas de leche materna “fosilizada” por poner en práctica la “buena leche” que destila de su corazón a lo largo de toda la vida.
¡Ay la madre! Cuánta razón tuvo el Papa Juan Pablo I cuando dijo que comprenderíamos mejor a Dios cuando le consideráramos Dios Madre. Así lo entendemos mucho mejor.
Cada día valoro más a la madre de mis hijos. Perdí la mía hace años. Pero no he salido perjudicado con el cambio.
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