Somos, desde hace miles de años, seres sometidos a la ley de la gravedad, a la que nos hemos adaptado de forma bípeda. De modo tal que, apoyándonos en nuestras extremidades inferiores, hemos ido desarrollándonos: nos trasladamos de un lugar a otro, siendo que todos los sistemas que integran nuestro cuerpo se han adaptado a esta condición, muy particularmente, el circulatorio. Si de forma súbita tal circunstancia se invirtiera y fuéramos puestos del revés, si, por ejemplo, fuéramos colgados por los pies de forma permanente, no cabe duda de que el funcionamiento del corazón se vería ralentizado, de que la acumulación de sangre en el cerebro sería inusualmente alta —lo que, muy probablemente, produciría pérdida de visión, de consciencia y, finalmente, una hemorragia cerebral— y de que el resto de nuestros órganos acabarían oprimiendo de tal forma a los pulmones, que, si no es por lo anterior, abandonaríamos este mundo por esto último. En consecuencia, es una evidencia que estar cabeza abajo o boca abajo es algo antinatural y dañino si persiste en el tiempo, como hemos reseñado, además de que, literalmente, no se puede ir de cabeza ni se puede pensar con los pies, aunque en no pocos casos lo parezca.
Pues bien, según se ve, esto, que es una evidencia para cada uno de los cuerpos humanos, no lo es, a juicio de nuestros dirigentes, para nuestro cuerpo social, que, al fin y al cabo, está formado por el conjunto de cuerpos (y “cuerpas”) que constituyen la nación y que, hasta no hace mucho y desde hace unos cuarenta y siete años aspiraba a caminar en distintas direcciones (eso es la libertad), pero sin dejar de evolucionar, guiado por el discernimiento. Ahora bien, los que nos gobiernan están determinados a llevarnos de cabeza poniéndolo todo patas arriba, que, para el caso, tiene los mismos efectos nocivos que estar cabeza abajo y algunos más, porque, a base de insistir en la normalidad de todo lo que sucede, nos meten en la cabeza tantos pájaros, que, cabizbajos, no levantamos cabeza y cada vez es más difícil distinguir qué es realidad y qué es bulo institucional.
Ahora, resulta que es normal que el Fiscal General del Estado esté investigado por revelación de secretos con serios indicios de haber cometido delito; es natural que borre el rastro de toda comunicación telefónica mantenida durante las fechas en que se le imputa el posible delito, además de que cambie de terminal en aplicación de un protocolo de seguridad que, al parecer, solo él conoce. Es razonable y deseable, asimismo, que se le pida perdón por haberlo hecho y que quien promocione tan loable actitud sea el jefe del poder ejecutivo.
Es normal que la esposa del presidente del Gobierno dirija una cátedra sin tener estudios universitarios, que su actividad profesional gire en torno a los métodos para obtener fondos públicos, que esta se desarrolle en la sede de la presidencia del Gobierno y que, para ello, sea auxiliada por una asistente con rango de directora de programas, dependiente de Presidencia del Gobierno, cargo de confianza con sueldo público, personal dedicado a ayudar a quienes tienen responsabilidades institucionales, no a quienes viven en el palacio de la Moncloa. Como también es algo ordinario que esté investigada por tráfico de influencias, corrupción en los negocios, apropiación indebida e intrusismo.
Por supuesto, en esta misma deriva testarrona, es lo acostumbrado que el hermano del presidente del Gobierno esté investigado por presuntos delitos contra la Administración Pública y la Hacienda Pública, prevaricación, tráfico de influencias y malversación en la creación de la plaza de coordinador de actividades de dos conservatorios de música. Y también lo es, naturalmente, que siendo tan apasionado de su trabajo y siendo su entrega al mismo absoluta, sea incapaz de explicar en qué consiste, dónde se desarrolla y con quiénes colabora para llevarlo a cabo, tanto por lo que se refiere a su cargo inicial como coordinador de dos conservatorios, como por su puesto actual de director de la oficina de artes escénicas de la Diputación Provincial de Badajoz, cuya finalidad parece desconocer.
Es frecuente que los inspectores de Hacienda realicen informes avalando la sana costumbre de declarar en un país distinto de aquel en el que se generan los ingresos y que los redacten olvidándoseles la firma, la fecha y el membrete.
Y no digamos de la tradición democráticamente arraigada de que los miembros del Gobierno ataquen permanentemente la labor de los jueces que se ocupan de instruir los casos reseñados y de que amedrenten de diversas formas a los medios de comunicación que investigan sobre los mismos (plan A): signo inequívoco de salud y actitud democráticas. Pero, como todo es mejorable, no hay como un plan B para conseguir los objetivos planteados: proposición de ley exprés con efecto retroactivo para parar las instrucciones judiciales incómodas y modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para que la instrucción la hagan los fiscales, sometidos jerárquicamente al Fiscal General del Estado, que, ¿de quién depende?; pues ya está.
El caso es que de tanto estar todo patas arriba, en vez de resistirnos, los españoles nos hemos aclimatado a estar cabeza abajo abotargados, a comportarnos como cabezas de chorlito, a sentar la cabeza habiéndola perdido antes. Así que despidámonos definitivamente de la base de toda democracia, la seguridad jurídica, porque aquí ya no se respeta ni la ley de la gravedad.
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