En menos de una década, Isabel la Católica, con su mano firme y su voluntad de hierro, levantó de las cenizas un reino que se desmoronaba, un reino que apenas aguantaba en pie entre traiciones y discordias.
Tentudía formaba parte de Castilla conforme se iba ganando terreno a los invasores sarracenos asentados en el lugar, batallas y conquistas tras conquistas, seguían permaneciendo en la zona, a veces de pleno derecho apelando al derecho de conquista, en otras ocasiones haciéndose uno con el paisaje, difíciles de vencer por su capacidad de ser una cosa y también la otra. Mucho tiempo habría de pasar para expulsarlos definitivamente por la espada de Pelayo Pérez Correa, maestre que apoyó como nadie a Fernando III El Santo en la gesta reconquistadora de Sevilla, estamos ahora en el siglo XIII. No obstante, vencidos y todo, el sarraceno se aferraba a la tierra como una sanguijuela a la carne y había que reconquistar la tierra varias veces, a lo largo de siglos, nos costó ocho en total. Ahora, hoy día, entran por miles a diario.
La conquista de Sevilla, acontecida en 1248, fue uno de los episodios más significativos en la historia de la Reconquista, ese largo y arduo proceso por el cual los reinos cristianos de la península ibérica fueron arrebatando el territorio a los musulmanes. Sevilla, la gran urbe del Guadalquivir, era símbolo del esplendor andalusí y emporio comercial, que se rindió finalmente ante las tropas cristianas lideradas por Fernando III de Castilla, llamado El Santo porque la Iglesia lo elevó a los altares. Pelay Pérez Correa fue el hombre de confianza que apoyó a Fernando interviniendo decisivamente en la toma de Sevilla. El antiguo reino de Sevilla abarcaba hasta el siglo XIX también el Bajo Badajoz, más Huelva y Cádiz.
Para entender la magnitud de este suceso, es necesario situarse en el contexto de una Península Ibérica dividida en reinos cristianos y musulmanes, donde cada palmo de tierra era una batalla. Sevilla no era cualquier ciudad, era una joya preciada, codiciada por su riqueza, su importancia estratégica y su influencia cultural. Bajo dominio musulmán desde principios del siglo VIII, Sevilla floreció como un centro urbano y comercial crucial en Al-Ándalus.
Cuando Fernando III fijó sus ojos en la ciudad en 1247, sabía que su conquista no sería fácil. Los preparativos militares y diplomáticos fueron meticulosos. Sevilla estaba bien defendida por sus murallas y su población contaba con el apoyo de una élite militar y política dispuesta a defender la ciudad hasta las últimas consecuencias. Pero Fernando, un rey astuto y determinado, no iba a permitir que semejante desafío quedase sin respuesta.
El asedio comenzó a mediados de 1247 y no fue menos que una prueba de resistencia, tanto para los sitiadores como para los sitiados. Las tropas cristianas bloquearon la ciudad por tierra y por el río Guadalquivir, gracias a la creación de una flota castellana que cerró el paso a cualquier intento de aprovisionamiento desde la mar. Los meses pasaban y Sevilla, que al principio resistía con valentía, comenzó a flaquear ante la escasez de alimentos y la fatiga. En este prolongado cerco, la estrategia fue tan importante como la fuerza de las armas.
Finalmente, después de quince meses de asedio, el 23 de noviembre de 1248, la ciudad se rindió. Alfonso X, El Sabio, hijo y heredero de Fernando III, relató con detalle la entrada triunfal de los cristianos en Sevilla, así como también relatara sucesos en Tentudía.
Los términos de la rendición permitieron que gran parte de la población musulmana abandonara la ciudad con sus pertenencias, mientras que los que se quedaron se vieron sometidos al nuevo orden cristiano. Huyen a las montañas, a la sierra, se hacen fuertes en enclaves difíciles de conquistar, permanecen, se vuelven a hacer fuertes y vuelven al ataque.
La conquista de Sevilla no solo fue un hito militar, sino un punto de inflexión en la política de expansión castellana. Con la ciudad bajo control cristiano, el Reino de Castilla consolidó su poder en el sur de la Península, arrebatando una de las principales capitales de Al-Ándalus y poniendo fin a siglos de dominio musulmán en la región. Sevilla se transformó rápidamente en un baluarte cristiano y en el corazón económico y político del reino.
Este acontecimiento marcó el inicio de una nueva era para la ciudad, que pasó de ser un centro musulmán a convertirse en uno de los grandes pilares de la Castilla medieval. Desde allí, siglos más tarde, partirían las expediciones que cambiarían el mundo durante el Siglo de Oro. La caída de Sevilla, pues, no fue solo la captura de una ciudad, sino el preludio del renacimiento de una nueva etapa en la historia de España. Y, andando en el tiempo, hemos llegado al siglo XV.
No era Castilla, en ese siglo XV convulso, más que un solar en ruinas, donde los hombres, acuciados por sus propias ambiciones, se revolvían como rabiosos. Pero Isabel, Isabel de Trastámara, Isabel I de Castilla, con ese genio que solo tienen los grandes, no solo se hizo con la Corona, que por derecho le correspondía, sino que escogió marido por voluntad propia, algo insólito en su tiempo y, al hacerlo, cimentó el futuro del imperio más vasto que jamás conociera el mundo, aquel imperio en el que nunca se ponía el Sol.
No es que las cosas fuesen fáciles, no lo fueron nunca. El reino que ella recibió estaba como un barco sin rumbo, zozobrando entre guerras civiles, intrigas palaciegas y manos extranjeras que empujaban desde fuera. Pero Isabel, obstinada como un arado que no teme la tierra dura, combatió primero a los seguidores de Juana La Beltraneja, unificó la religión con mano firme y amplió sus fronteras hasta donde no llegaban ni los sueños más atrevidos. Financió la expedición de un tal Cristóbal Colón, un loco con aires de profeta que prometía llegar a las Indias navegando hacia el oeste, aunque nunca lo consiguiera y, sin saberlo, descubrió un nuevo continente.
La suya no fue una historia de castillos ni de tronos de fácil acceso. Isabel y Fernando llegaron al poder a trompicones, entre guerras intestinas y deslealtades. Si miramos hacia atrás, vemos que Castilla estaba marcada por los errores de reyes como Pedro I, quien, cegado por sus pasiones, cometió dos crímenes imperdonables: ejecutó a Leonor de Guzmán por orden de su madre y trató de eliminar a su valido, Juan Alfonso de Alburquerque. Todo ello abonó el terreno para la guerra fratricida que le costó la vida. Enrique II, hijo bastardo de Alfonso XI, subió al trono tras asesinar a su hermano Pedro y lo hizo repartiendo tierras por doquier, debilitando así el poder real y dejando a la nobleza con las llaves del reino, la nobleza se hizo fuerte y daría en lo sucesivos un sinfín de problemas a la Corona.
Pero la historia es sabia y guarda a quienes la entienden. En ese caos nace Isabel, hija de un reino despedazado. Ella, sin dejarse arrastrar por la marea, puso orden en aquel desastre y se impuso con autoridad.
Su matrimonio con Fernando no fue solo un enlace entre dos coronas, sino un pacto que estableció el "tanto monta, monta tanto", donde ni uno ni otro dominaban, pero juntos construyeron un poder unificado. El que Fernando se sentara en el trono de Castilla y ella compartiera el poder en Aragón no fue cuestión de suerte, sino de visión.
Las reformas que Isabel emprendió no fueron menos que titánicas. Allí donde su hermano Enrique IV había fallado, ella rectificó. Revocó concesiones a la nobleza que debilitaban la Corona, el Estado; ordenó la creación de un Consejo Real y reorganizó la justicia. En su reinado, el corregidor se convirtió en el ojo vigilante del rey, asegurando que las leyes se cumplieran en cada rincón del reino.
Granada, la última joya en poder musulmán, cayó en 1492, un año que la historia ha grabado a fuego por varios motivos. Pero la reconquista de Granada fue más que una victoria territorial; fue la consumación de la unificación bajo el manto de la cristiandad, un proyecto que Isabel tenía en la cabeza desde el principio. No buscaba, como algunos piensan, destruir la nobleza; más bien, pretendía poner fin a su insurrección constante, ella también premió a los nobles que le ayudaron en la Reconquista, es el caso, entre otros muchos, de la Casa de Ribera y la unificada Enríquez de Ribera, que sumaba la sangre de los adelantados mayores de Andalucía y la de los almirantes de Castilla. Al crear un ejército profesional, al servicio exclusivo de la Corona, Isabel consiguió reducir el poder militar de los nobles y convertirlos en servidores del Estado. Los premió con tierras, gracias y mercedes, sí, pero básicamente los ligó fuertemente a la Corona.
Es fascinante ver cómo en apenas unas décadas, el solar arrasado que fue Castilla se transformó en una potencia temida, capaz de rivalizar con Francia por el control de Nápoles. En esa Castilla renacida, los nobles, antaño revoltosos, se convirtieron en los generales de las tropas que llevaron las armas castellanas hasta Italia, Flandes y más allá. Hombres como Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán, hicieron de la Monarquía Hispánica un poder hegemónico.
Y así, Isabel, en menos de diez años, logró lo que siglos de monarcas no habían conseguido: convertir un reino moribundo en una potencia mundial, capaz de alzar su voz en las cortes europeas y marcar el destino de medio mundo. El legado de Isabel I, -una mujer que murió joven, quizás porque ya había hecho en el mundo todo lo que podía hacer-, es el de una mujer que, con astucia y mano firme, engendró el imperio más grande jamás visto en la Historia, un imperio que dominó los mares y que, bajo su reinado, empezó a tejer las redes de un futuro en el que el mundo entero estaría a los pies de España. Nada más alto. Non Plus Ultra.
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