Aunque pudiera ser que, primero me detengan, me denuncien, me tilden de facha y de violencia de género, con lo que me gustan a mí las hembras.
La Biblia nos dice que todos somos hijos del Altísimo (Salmo 82). Escribanos tenemos en la iglesia ahora mismo. No seré yo quien exponga aquí las percepciones que hay. Sin embargo, me atengo a lo que dice George Orwell: “Todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros”. En Rebelión en la granja, el tema principal es el abuso de poder, donde la miseria, la mezquindad y la avaricia desmenuzan al contrario, aunque aquí se refiera a los animales. ¿Y qué somos las personas?, digo yo. Animales, un poquito más humanizados, tratando de engañar a sus vecinos de corral, manipulando y engañando con tretas, asfixiando a su extraño vecino del gallinero.
No todos los hijos de Dios son iguales. Lo digo sin malicia alguna. Solo hay que ver: cuando vamos por la calle, unos son diferentes y desiguales a otros. Unos tienen jorobas donde meten sus mentiras y, como ahora hay que decir también hembras, estas tienen sus gibas delante. Aunque pudiera ser que primero me detengan, me denuncien, me tilden de facha y de violencia de género… Con lo que me gustan a mí las hembras, y si son de tronío, mejor que mejor. ¡Faltaría más! Me refiero a las féminas, donde estas también ejercen violencia hacia los hombres.
Debemos darle las gracias a Dios, aunque en la viña del Señor aún cabemos todos, todas, todes, toitos y toitas. Tontas, tontos y tontas de remate.
Ejemplos los hemos tenido, y aún nos quedan muchos días para seguir viéndolos en los espacios televisivos y en los correspondientes WhatsApp. Y, cómo no, también los hemos visto en los periódicos de todo tipo. De derechas, de izquierdas… El centro se esfumó.
Aunque describiré a un buen centro —ahora son las 14 horas del mediodía—, el centro al que me refiero es un buen centro de mesa y con un sabrosísimo plato de rabo de toro regado con un buen Moriles. Y hablando de Dios, debemos darle gracias por mantenernos a los humanoides aún de pie. Aunque, a decir verdad, pocos quedamos; los que quedan son como los robots, ladrones de distintas categorías y ensamblados con tuercas oxidadas. De seguir así, agacharemos la cerviz y diremos, como dijo aquella enferma en Fátima: “¡Virgen mía, si no me puedes curar, al menos déjame como estoy!”.
Pobrecita y esperanzadora aquella mujer. Iba en un carrito de ruedas, sin piernas y con las manos llenas de llagas por tocar el suelo para hacer rodar aquellos aros de aquel feo artilugio con ruedas. Ya ven, todos los hijos de Dios no son iguales. Pero… algunos somos más iguales que otros.
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