Cuando estamos conociendo a alguien y nuestro entorno lo sabe o, al menos, tiene constancia de ello, es bastante habitual que quieran verle y de ese modo, valorar si nos conviene o no, aunque también depende mucho de cómo hemos salido de nuestra relación anterior para atrevernos a presentar a nuestra pareja actual al resto del mundo.
Los inicios son preciosos y nos gustaría gritar a los cuatro vientos la existencia de un hombre o una mujer en nuestras vidas, nos encantaría subir fotos a las redes sociales y hacer menciones de él o ella en todos los rincones del planeta. Algunas personas lo hacen, por supuesto, quizá los más jóvenes porque tienen todavía la ilusión intacta pero aquellos que cuentan con más experiencia en el asunto, suelen ser más precavidos y esperar.
Generalmente suelen ser a los amigos más cercanos cuando en una cena o en una reunión informal podemos llevar a la persona que nos acompaña en ese momento vital. Pero será con el paso del tiempo y si estamos a gusto y vamos en serio, cuando nos plantearemos la opción de dar un paso más y consolidar lazos a través de la presentación familiar. Ahí ya será algo mucho más formal, algo que no tiene marcha atrás y que, la mayoría de las veces, intimida porque no se trata de amigos, ni de círculos sociales, sino que estamos hablando de algo mucho más serio y eso es, incluirle en la familia.
Pudiera ser, que esos padres ya hubieran conocido a alguien más anteriormente y que se muestren reticentes a pensar que ésta será una más. Pudiera ser, que sea la primera vez que sucede esto y se muestren entusiasmados en dicha presentación. Pudiera ser, que estén incómodos porque aparece una persona nueva que va a quitarles tiempo en la relación con su hijo o hija o que trayendo a alguien a casa será una exposición de una madurez casi alcanzada que denota que están asentando la cabeza. De una forma u otra, es una decisión que no se toma a la ligera porque cuando uno de los dos integrantes de la pareja piensa en presentar a sus padres al otro, es algo que lo ha meditado profundamente porque la familia es la base de todos los valores que hemos ido aprendiendo durante el trascurso de la vida.
Y el tema está en que no existe un momento determinado o perfecto para que nuestra familia conozca a la persona con la que estamos saliendo, porque dependerá del tiempo que llevemos, de la calidad de la relación, del proyecto, de la confianza, de las ganas o de la ilusión que desprendamos ante la propuesta. Existe un antes y un después porque, probablemente, la familia ya podrá opinar si la otra parte nos conviene o no, si es un buen partido, si es buena persona, si es un interesado… existirán múltiples juicios y miradas que irán sobre ese alguien que ha aparecido en nuestra vidas, valorando si es buena o mala influencia. Ya podrán utilizar esa primera impresión para dar una opinión...Ya hemos abierto una puerta para que nuestros padres o los suyos nos involucren en más ocasiones.
Y es que, como en todo, la primera vez cuesta y nos puede generar cierta angustia porque los padres, a veces, con la mirada lo dicen todo. En algunas ocasiones, no hacen falta las palabras para saber si hemos caído bien o no. Y no hace falta decir nada para saber si los silencios que pueden darse en esa primera vez durante la conversación, son incómodos o simplemente, necesarios.
Así pues, lo más importante en esos instantes es comportarse tal y como uno es ya que, de nada vale, aparentar algo que con el tiempo, saldrá a la luz y eso es la verdadera actitud y forma de ser. No se trata de dar buena impresión sino de generar un buen ambiente. No se trata de agradar en todo momento, sino de sentirse cómodo y sin tener que forzar nada. Se trata de fluir y de saber que no todo el mundo tiene los mismos ritmos en estos asuntos porque al final, lo que de verdad importa es sentirse seguro con la pareja que tenemos y sobre todo, no comparar porque cada uno camina al paso que ha decidido y no hay tiempos establecidos para nada cuando se trata temas que conciernen al amor.
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