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El amor y los exámenes

Lo verdadero se muestra con la cotidianidad de los actos, con la naturalidad de aquel que avanza, no porque la fecha lo exija
Manuel Rebollar Barro
viernes, 14 de febrero de 2025, 09:19 h (CET)

A pesar de que parece que fue en la antigua China donde alrededor del siglo VII a.C. se creó el concepto de exámenes para lograr reconocimiento y estatus en los aspirantes que superaban la prueba, fue el siglo XIX, con el Positivismo, el que trajo a nuestro mundo la necesidad de validar el conocimiento a través de unas pruebas fijas diseminadas a lo largo del año escolar, con unos criterios que medían la valía de los estudiantes y que había que superar para obtener una titulación.


A mí, sin embargo y aunque obtenía buenas notas, nunca me gustaron. Jamás alcancé a entender por qué razón tenía que memorizar ese conocimiento establecido y prefijado para volcarlo en un folio (o dos) que mi profesor corregía y al que asignaba una nota basándose en la cercanía de mi discurso con el oficial que él me había mostrado.


Desde que llegué a la enseñanza, he intentado variar el modelo, que el esfuerzo continuado de los alumnos a través de su trabajo diario, así como de las múltiples tareas que les voy encargando para complementar mis explicaciones, los dote de conocimiento y que el aprendizaje sea consecuencia de su esfuerzo y no limitarlo a la finalidad de una nota. Muchos de mis alumnos lo agradecen, sobre todo porque comprueban que ese trabajo diario es el que les proporciona la capacidad para resolver y avanzar en cualquier problema que les surja de la materia; sin embargo, un porcentaje similar de alumnos acaba quejándose y reclamando el método tradicional, aquel con el que se sienten más cómodos, aquel en el que pueden desconectar durante todo el curso y emplearse duro el día antes del examen para obtener buena nota y, con la misma celeridad que memorizan el contenido de la prueba, olvidar lo estudiado después de ella. Dos modelos de alumno, dos maneras de ver la enseñanza y, por ende, la vida.


Llega el 14 de febrero, para uno de ellos la fecha del examen de su amor, día para el que habrán preparado toda la materia, eligiendo restaurante, regalo, ropa, incluso piropos y actitud cariñosa, tal y como exige el protocolo de la cita. Durante ese tiempo, poco importará que no se haya estudiado nada durante el curso, que incluso se haya sido mal estudiante, no haciendo los deberes que se mandan para casa o colaborando poco en el devenir de la clase, lo único que merecerá la pena, lo que trascenderá según el sistema establecido, será dónde se ha ido a cenar (con fotos que lo ilustren), qué se ha regalado más allá de las flores (con más fotos como testimonio), cómo se ha estado durante una prueba que terminará, si ha ido según lo previsto, con los postres (foto) y el epílogo amatorio (sin foto, por favor), y que, del mismo modo que todo lo que se hace por finalidad y no por consecuencia, se olvidará hasta el siguiente examen, que será, si no se olvida, el aniversario o el próximo 14 de febrero.


Nunca me han gustado los exámenes, no, tampoco el día de los enamorados. Lo verdadero se muestra con la cotidianidad de los actos, con la naturalidad de aquel que avanza, no porque la fecha lo exija, sino como consecuencia del devenir personal, aunque no haya sobresalientes en el boletín de lo instituido, habrá conocimiento y amor de por vida.

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