En la Puerta del Sol, en Madrid, mi madre acudía con asiduidad a “Los guerrilleros”, una zapatería que, como casi todo de lo que tengo recuerdo, ya no existe. Bajo el eslogan “No compre aquí, vendemos muy caro” estaba siempre llena y vendía bastante calzado. Yo me quedaba perplejo al pensar que mis padres, a los que rara vez les sobraba el dinero, adquirían los zapatos allí, desoyendo el consejo que el propio establecimiento hacía. Al preguntarle a mi madre por ello, me dijo que lo que decía el cartel era mentira, que lo hacían para atraer gente y que no le hiciera caso, que del dicho al hecho había mucho trecho y que compraba allí porque era barato y que ella sabía cuándo las palabras eran y cuándo no.
Ostras, ¿resultaba acaso que a veces las palabras no eran palabras? ¿Era eso posible? ¿Podía decir lo que quería expresar con su contrario? Vaya con el lenguaje, de repente, el verbo se desplegaba ante mí de par en par y comenzaba a entender que la manera de vestir el pensamiento era mucho más compleja de lo que pensaba, que el mundo manejaba un código comunicativo que era todo un trampantojo lingüístico que nos estaba vedado a los niños. Aquel día, frente a mis baratos zapatos caros, comencé el camino hacia la realidad, consciente de que dejaba atrás la literalidad de la infancia y me adentraba en el fascinante universo de la metáfora y sus recovecos, espacios donde también anidaba la mentira, pero a lomos de una conciencia que lograba que se mantuviese cercada dado que, como aseguraba mi madre, la gente sabía cuándo las palabras eran y cuándo no, y eso me tranquilizaba.
La infancia es la época dorada de la credulidad. En busca todavía del equilibrio entre lo que sucede y lo que nos cuentan que sucede, caemos con facilidad en las trampas que el lenguaje ofrece junto a la credibilidad que le otorgamos a aquellos que han de cuidar de nosotros y la ignorancia que rezuma nuestra corta edad. Desconozco si hay un momento puntual en el que el cerebro encuentra fisuras en la palabra o que, como cuando desaparece una pintada de bolígrafo de la piel, el proceso es gradual y llega poco a poco, pero para mí, aquel fue el momento en el que descubrí que los reyes eran los padres en el universo del lenguaje.
Pero ese mundo que yo conocí se está deshaciendo a golpe de obvias mentiras que, lejos de ser un problema para los que las construyen, se han convertido en marcas de estilo a las que se agarran aquellos que hacen del planeta un lugar ruidoso desde el que medrar sin ningún tipo de pudor. La palabra, talismán de la evolución, se ha perdido entre el estruendo. Y la gente, que sabía cuándo las palabras eran y cuándo no, ahora se deja llevar por la rabia ajena al significado de las mismas.
Si la palabra cae, si esa certeza caduca, nos veremos abocados a regresar al vacío, al insondable, animal y enmudecedor vacío.
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