He tenido oportunidad de leer de nuevo “El Viejo y el mar”. Y una vez más, esa novela –quizá mejor narración- de Hemingway, tan sencilla, tan concreta y tan llena de humanidad, me ha hecho revivir las aventuras del viejo pescador en sus ilusiones, en su paciencia, en su esperanza, en su fracaso en su victoria.
He acompañado al viejo hasta en el rezo del Ave María, en el instante en el que, con la mano izquierda agarrotada por un calambre, y ante la angustia de perder la presa tan duramente conseguida como tan largamente ansiada, recurre a pedir ayuda a la Virgen, desentrañando su recuerdo del fondo de su alma. Lo importante era no cejar, no pararse.
El viejo, aun perdida ya la presa –el grande pez espada-, y en medio de la noche, no se da por vencido. Endereza la barca, dirige el rumbo a tierra, y siente la nostalgia de las luces del puerto. Ya habrá otra ocasión; al menos, mientras haya vida... El anciano pescador abre su alma con sencillez y confianza; manifiesta sus ilusiones y sus enfados por no conseguir volver a la playa con una pieza digna.
Su barca maltrecha, la escasez de medios, los años que lleva en su intento, no le impiden soñar una y otra vez en conseguir el gran pez para darle una alegría a un joven amigo encontrado en la vejez. Sería la hazaña de su vida; y podría morir con una sonrisa.
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