El reciente giro anti-woke que observamos en numerosos países a nivel mundial no es un fenómeno casual. Se trata de una reacción lógica frente a los excesos de un movimiento que, aunque nació con intenciones loables, ha cruzado límites que muchas personas consideran absurdos o imposibles de sostener. La reelección, con la posterior toma de posesión, de Donald Trump en la presidencia de EE.UU. es un nuevo símbolo de esta tendencia global, que está calando en sectores cada vez más amplios de la sociedad.
El término “woke”, inicialmente vinculado a la conciencia social y la lucha contra la discriminación, se ha transformado en un paraguas que abarca políticas de inclusión, diversidad y corrección política. Sin embargo, la aplicación de estas ideas ha llegado a extremos que, en algunos casos, generan rechazo en vez de aceptación. Por ejemplo, en Estados Unidos, grandes empresas como Meta han comenzado a desmantelar sus iniciativas de diversidad, equidad e inclusión, argumentando que estas políticas no solo generan conflictos internos, sino que también corren el riesgo de ser discriminatorias.
En España, la situación no es muy distinta. Las generaciones más jóvenes, especialmente los varones de la generación Z, están mostrando un creciente escepticismo hacia ciertos dogmas del activismo, desde el cambio climático hasta las políticas de igualdad. Este desencanto no surge de una falta de sensibilidad social, sino de una percepción de imposición ideológica y de una corrección política que, en lugar de construir puentes, fomenta la polarización.
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