Cuando Trump llegó a la presidencia de Estados Unidos en 2016, muchos de sus votantes lo hicieron convencidos de que su éxito en los negocios sería su mayor fortaleza para dirigir el país. Se vendió como un estratega, un hombre de números y de resultados, alguien que supuestamente sabía cómo hacer crecer la economía y “negociar mejor” para su país. Pero gobernar una nación no es lo mismo que manejar una empresa, y con el tiempo, su gestión ha demostrado que dirigir el mundo como si fuera un tablero financiero, tiene sus consecuencias.
Un presidente tiene la responsabilidad de velar por la estabilidad, la seguridad y los derechos de millones de ciudadanos, pero llevó su mentalidad empresarial a la Casa Blanca, con la idea de que todo debía reducirse a transacciones.
Para él, los acuerdos internacionales, los tratados comerciales, las alianzas históricas y hasta los derechos humanos parecen negociaciones de las que se puede salir si no son “rentables”.
Pero el mundo no es un mercado de valores donde se pueden hacer ajustes sin consecuencias humanas, tampoco todo se resuelve con presión y amenazas.
En estos momentos, lo que está haciendo ya no es solo política agresiva, sino un intento de redibujar el mapa mundial según sus propios intereses económicos y estratégicos, como si el planeta fuera un tablero de Monopoly.
Desde su primer mandato, dejó claro que su visión de Estados Unidos era la de un país que debía recuperar una especie de “supremacía territorial” y económica a cualquier precio. Sus intentos de comprar Groenlandia en 2019 fueron tomados casi como una broma, pero él hablaba en serio. Lo mismo ocurre con sus comentarios sobre Canadá, insinuando que sería una gran adquisición para EEUU porque “ya comparten una cultura similar”.
Este tipo de ideas no solo son disparatadas, sino que reflejan una mentalidad imperialista que está completamente fuera de lugar en el siglo XXI. Anexionar Canadá o comprar Groenlandia no es como adquirir una empresa en bancarrota. Son naciones soberanas, con su propia identidad y su propio lugar en el mundo. Pensar que se pueden absorber como si fueran activos en un balance financiero demuestra un desprecio absoluto por la historia y la geopolítica.
Quizás lo más indignante de todo, es su propuesta de convertir Gaza en un destino turístico de lujo, como si la tragedia humana en la región fuera una oportunidad de negocio. La frialdad con la que plantea este tipo de ideas, confirma lo que muchos ya sospechaban: Para Trump, los países, las guerras y los conflictos no son más que piezas en su gran juego de poder. No le importan las vidas perdidas, el sufrimiento de la población, ni las consecuencias a largo plazo. Solo ve terrenos, inversiones y oportunidades de negocio.
El problema para Trump es que esta vez no está jugando solo. Las grandes potencias, desde Europa hasta China, no van a permitir que siga expandiendo su agenda de dominio global sin consecuencias. La comunidad internacional ya ha visto lo que ocurre cuando se le deja avanzar sin límites, y esta vez, la resistencia será mucho mayor. Lo que está claro es que Trump no entiende el mundo como una red de naciones con derechos y soberanía, sino como un mercado donde el más fuerte se queda con todo. Pero la historia ha demostrado una y otra vez, que quienes buscan el dominio absoluto, siempre terminan enfrentándose a una coalición global que les pone freno, y esta vez no será diferente.
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