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¿Un Gobierno en disfunciones?

Cualquier Gobierno que salga de unas segundas o terceras elecciones seguirá siendo disfuncional
Diego Vadillo López
lunes, 24 de octubre de 2016, 09:46 h (CET)
Con la crisis atracada en pleno corazón de la “Restauración-canovista-(Parte II)”, que es el sistema que nos ha estabilizado como país en base a unas reglas del juego colectivamente asumidas en términos generales desde finales de los setenta del siglo XX, se les han visto los costurones a todos los agentes como, al final, se les acaban adivinando a todos/as los operados/as de estética. Aquellos que nos ofertaban la tersura de una epidermis inmaculada ocultaban “liftings” “a cascoporro”. Y, lo que es peor, además se está haciendo patente la innecesariedad del concurso de los autoproclamados representantes de la ciudadanía, esos que se encaraman concienzudamente a las altas instancias de los distintos órganos institucionales, los cuales ya gestiona un funcionariado de carrera, esté el Gobierno en funciones o en disfunciones, pues disfuncional acostumbra a ser la gestión política de la Administración, toda vez que se infiltra hasta el tuétano del aparato estatal un virus partitocrático que está conformado no para atender “a boca mina” los desiderativos clamores del pueblo llano, sino para promocionar a sus asociados a ámbitos de influencia que otorguen capacidad de control institucional a su entorno. El problema llega cuando las facciones se multiplican cual Gremlins hisopeados más allá de la media noche… entonces ya se hace más complejo conchabar. Todos se quieren la más inaugural de las opciones refundadoras del sistema que nos adorna. Eso ya nos anticipa una soberbia que ha tomado carta de normalidad de puro recurrente. Lo único que suelen hacer unos y otros es desconcertar el normal discurrir de la Administración, a la cual no dotan convenientemente ya que la destinación de las partidas presupuestarias no acostumbra a ser todo lo feliz que se podría antojar deseable si hacemos un balance mínimamente panorámico de la cuestión. Se marra en mayor medida, y muchas veces de manera delusiva.

Pese a lo palmario de lo antedicho, la gente sigue tragando y acude a tomar su parte en el ritual que son los comicios electorales. No en vano la ciudadanía, colectivamente, podríamos entonar el pasaje de cierta letra del grupo Gabinete Caligari que decía aquello de… “Si buscas en mí algo excepcional/ te voy a desilusionar/ la fuerza de la costumbre/ es mi guía y mi lumbre”. Sí, tragamos con lo que hay por convención, por rutina, por pura molicie. Si la gente fuera consecuente con su hartazgo obraría de otro modo, no transigiendo con el actual estado de las cosas, para lo que no haría falta ni siquiera resultar expeditivo, valdría con apearse de determinadas dinámicas, ya que el Sistema es más lábil de lo que presumimos, a la prueba del actual resquebrajamiento institucional nos podemos remitir.

No hay por qué tragar con unos “agregados actorales” autopromocionados a través de partidos (que más parecieran compañías de teatro del más chocarrero jaez), que se postulan como articuladores del interés general. Ya no. Lo que ocurre es que la gente está muy adherida a la opción concreta, compra la que más se adecúa a sus premisas más superficiales, pues superficial es la “performance” que padecemos durante cada tiempo de campaña electoral.

La imagen del pastoreo es muy certera cuando se trata de mostrar de forma gráfica cómo se moviliza al votante hacia uno u otro de los caladeros por parte de las cabezas visibles de los diferentes entramados partidistas.

Luego, tras el desahogo que supone conseguir el triunfo, toca el momento de invitar al ciudadano de a pie a desentenderse de asuntos tan tediosos.

Y mientras dicho ciudadano se repliega en el palacio de invierno de su pálido vivir es cuando comienza el apoderamiento torticero por los cargos electos (así como por los nombrados por ellos) de ciertos recursos y su desviación hacia muy otros lares que los presumidos en una honesta concepción de la función pública.

Echando un vistazo al dispendio llevado a cabo por unos y por otros y la manera en que otros más nuevos vienen asomando la patita, por mucho que desde ciertos medios se nos anuncie (intencionadamente) el Apocalipsis, no habría de resultar descabellado pensar que los caudales públicos es ahora cuando están más seguros, por no poder meter la mano en ellos ni unos, ni otros, ni los de más allá. Y el Estado sigue su inercial marcha burocrática, ojo.

Ciertamente, habrá quienes salgan perjudicados por no poder recibir subvenciones de contrastada licitud, pero, muy a grandes rasgos, viendo a quiénes tenemos en los lugares de manejo del gasto estatal, me siento más tranquilo, pues una vez que accedan estos, aquellos o los de más allá, o unos u otros “emparentados” con los de acullá, la cosa ya se nos irá empezando a antojar extraña, se irá alejando en lontananza, tomará más distancia si cabe con respecto a nuestras vanas esperanzas de contribuyentes rasos.

Cuando salgamos de este paréntesis de gobernanza “con piloto automático”, de este Gobierno en funciones, llegará otro que inevitablemente se revelará, tarde o temprano, disfuncional, dado que provendrá de un procedimiento tóxico “per se”.

En la política impera un paradigma formalista en la superficie del sistema (de un vacuo y precario formalismo inserto en un imparable proceso degenerativo) y otro paralelo e imperceptible que habría de haber sido funcional, pero que se ha revelado claramente disfuncional.

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