Querido amigo:
Sí, me refiero a ti. A ese que de vez en cuando va a recoger a sus nietos al cole. A esos que están sentados en un banco de un jardín e incluso a los que están echando una partidita de dominó, esperando matar al contrario esos seis dobles que están a la expectativa, mirando de reojo al rival para que no le asesinen esa ficha adversa que todos no sabemos dónde meter cuando nos hunde la suerte en el reparto de fichas. A ese otro amigo que, con manos temblorosas, arrugadas por los fríos helados del invierno y las inclemencias del tiempo en su trabajo.
No importa el trabajo que tuvieras, cualquier tarea profesional, puesto que todos, al llegar a la ancianidad, nos vemos, al menos, en un contexto de igualdad. Esta edad avanzada que, cuando nos miramos en el espejo, nos hace preguntarnos: ¿ese soy yo?
Mi amigo y compañero me dijo cierto día que no le gustaba que le dijeran viejo, le encantaba más que le llamaran anciano. Puesto que el vocablo "viejo", en cualquiera de sus acepciones, puede referirse a un trasto viejo, rancio y pasado de moda, inservible. Sin embargo, mi amigo Gabriel, con sus palabras, me daba a entender que más sabe el anciano y no el viejo.
Querido amigo anciano, por suerte, aquellos tiempos han pasado, donde veíamos a personas de cincuenta años mirando la calle desde una ventana de su habitación, de esa cárcel amiga que estaba esperando que no le mataran esa ficha de dominó del seis doble. Hoy vemos a esos ancianos, referidos como octogenarios o nonagenarios, con unas ganas de vivir y de experimentar incontroladas vivencias.
Los mayores cada día somos más ancianos. Estaba el otro día sentado en un jardín con uno de mis nietos cuando se detuvo delante de mí un ciclista fuerte, vigoroso, con una musculatura perfecta y con su casco sobre su blanca cabeza. Estuvimos hablando bastante rato y, cuando le pregunté qué edad tenía, me dijo con voz fuerte, precisa y haciéndose valer: "Tengo 91 años".
Yo, que acababa de cumplir unos días antes 86 y me veo —y me ven— muy bien, pensé: no tengo abuelos. Aquel ciclista anciano nonagenario me dejó boquiabierto. Cuando se alejaba, le pregunté: "¿Y ahora adónde vamos?". "A la sierra", me respondió. Y, como el que no quiere la cosa, la cuesta de la Asonadilla la alcanzó con un pedaleo matemático, camino de la sierra cordobesa y, según me dio a entender, por senderos y caminos agropecuarios.
Querido amigo, si te asfixian el seis doble y sigues mirando por tu ventana la calle, esperando ver venir tus últimos días, y sigues mirando la vida que aún nos queda, aunque te ahorquen el seis doble, esa vida sigue. No mires más por la ventana, abre la puerta de par en par.
Los tiempos de nuestros abuelos e incluso de nuestros padres han pasado. Celebremos nuestra anciana y prolongada juventud. Tenemos suerte. Dejemos para los cobardes el mirar por la ventana y, si no, recuerda lo siguiente: el anciano es un segundo niño. Disfrutemos de nuestra aparente segunda juventud.
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