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San José. El silencio que cambió la historia

Poco se sabe de él y lo poco que se sabe lo han contado otros, no hay documentos, solo referencias en crónicas de antiguos autores
María del Carmen Calderón Berrocal
jueves, 3 de abril de 2025, 08:50 h (CET)

La historia rara vez se detiene en los discretos, prefiere los gestos grandilocuentes, las batallas, las frases solemnes grabadas en mármol. Pero de vez en cuando, de entre las “sombras”, emerge alguien cuya importancia no necesita discursos ni heroicidades estridentes.


San José es uno de esos hombres.


Presentación1

Icono que representa a San José con el Niño Jesús como padre terrenal y protector suyo


Poco se sabe de él y lo poco que se sabe lo han contado otros, no hay documentos, solo referencias en crónicas de antiguos autores. Los Evangelios no registran una sola palabra suya. Ni una. Ningún sermón, ninguna frase lapidaria, ningún arrebato místico. Nada. Su papel no fue hablar, sino hacer. Y, la verdad, es que vaya si hizo...


Dios le encomendó lo más valioso: la custodia del Niño Jesús y de su Madre, la Virgen María. No fue un encargo sencillo. Hubo que asumir una paternidad inesperada, huir de noche a Egipto con la amenaza de Herodes pisándole los talones, trabajar sin descanso en Nazaret para sacar adelante a su familia. Y todo sin quejarse, sin pedir explicaciones, sin esperar aplausos; y todo a una edad muy avanzada, porque cuando casó con María, Ella tendría 13 años, pero José ya no cumplía los ochenta.


Etimología del nombre de José


El nombre José, cuya forma arcaica en español era Joseph, tiene origen en la lengua hebrea con el significado de "añadir" o "Dios añadirá", derivado del verbo lehosif, que se traduce como "añadir" o "incrementar".


El significado de este nombre se encuentra en el Génesis, cuando Raquel, esposa de Jacob, da a luz a su hijo y expresa su deseo de que Dios le conceda otro descendiente:


"Dios recordó a Raquel, la escuchó y le concedió descendencia. Ella concibió y dio a luz un hijo, diciendo: ‘Dios ha quitado mi afrenta.’ Y lo llamó José, diciendo: ‘Que el Señor me añada otro hijo.’" (Génesis 30,22-24).


Desde entonces, José se convirtió en un nombre con fuerte carga simbólica dentro de la tradición judeocristiana, asociado con figuras clave como José, hijo de Jacob; y San José, esposo de la Virgen María, habría tenido a este hijo que Raquel pedía a Dios que le añadiera, pero lo añadió a su descendencia a José, que fuera padre putativo de Jesús.


Según el Protoevangelio de Santiago


El Protoevangelio de Santiago, también llamado Libro de Santiago o Protoevangelium, es un evangelio apócrifo que data aproximadamente del año 150 d.C. y se enfoca en la infancia de la Virgen María y el nacimiento de Jesús de Nazaret. Se han encontrado copias de este texto en alrededor de veinte manuscritos medievales a partir del siglo XII.


Aunque no forma parte de los evangelios canónicos, algunos de sus relatos han sido aceptados en diversas tradiciones cristianas, como el nacimiento milagroso de María, el parto de Jesús en una cueva y el martirio de Zacarías, padre de Juan el Bautista.


En los primeros siglos del cristianismo, este escrito tuvo gran acogida en las iglesias orientales, mientras que en Occidente su difusión se dio más tarde, en el siglo XVI, cuando el cabalista francés Guillaume Postel lo tradujo al latín y lo publicó en 1552.


Según el Protoevangelio de Santiago, José era un hombre viudo con varios hijos cuando fue elegido para cuidar a María, respetando su virginidad.


Por otro lado, el texto apócrifo La Historia de José el Carpintero, escrito en el siglo VI, presenta una versión distinta de su vida. En este relato, José habría vivido en celibato hasta los cuarenta años, momento en que se casó con su primera esposa, con quien tuvo cuatro hijos varones—Judas, Justo, Santiago y Simón—y dos hijas, Asia y Lidia. Después de cuarenta y nueve años de matrimonio, enviuda y un año después, fue elegido como esposo de María. Según esta narración, José cuidó de Jesús como un padre adoptivo y falleció a los ciento once años, acompañado por Cristo, quien le aseguró su entrada al Paraíso.


Hay que tener en cuenta que el cómputo del tiempo varía según las culturas, por lo que entenderíamos que José pasó de los cien años, pero no tiene que ser la edad de su muerte exactamente ciento once años.


También hay que tener en cuenta que Jesús tenía hermanos o hermanastros, los que nacieron del primer matrimonio de su padre terrenal, así que las dudas sobre los hermanos de Jesús, quedarían resueltas.


La Enciclopedia Católica menciona diferentes versiones sobre el matrimonio de José en los textos apócrifos, aunque las califica de poco fiables. Algunos relatos indican que su primera esposa se llamaba Melcha, Escha o Salomé, con quien vivió durante cuarenta y nueve años y tuvo seis hijos, siendo Santiago el Menor el más joven; y se dice que, tras enviudar, José fue elegido para desposar a María cuando esta tenía entre 12 y 14 años, gracias a un milagro que confirmó la decisión divina. La Anunciación, según esta versión, habría ocurrido dos años después.


José según la patrística


Los Padres de la Iglesia fueron los primeros en reflexionar sobre la figura de José de Nazaret dentro de la tradición cristiana.


Ireneo de Lyon destacó su papel no solo como protector de María y Jesús, sino también como guardián de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, de la cual María es imagen y modelo.

Otros autores como Efrén de Siria, Juan Crisóstomo, Jerónimo de Estridón y Agustín de Hipona también profundizaron en su figura. En este sentido, San Agustín enfatizó que la obra del Espíritu Santo benefició tanto a José como a María, destacando su justicia y unidad:


"Lo que el Espíritu Santo ha obrado, lo ha obrado para los dos. Justo es el hombre, justa es la mujer. El Espíritu Santo, apoyándose en la justicia de los dos, dio un hijo a ambos". San Agustín, Sermón 51, c. 20.


Por otro lado, Hegesipo señala que Cleofás era hermano de José y padre de Simeón. Epifanio de Salamina respalda esta idea, afirmando que ambos eran hijos de Jacob, conocido como Pantera. En su obra El Panarion (374-375), Epifanio menciona que José tuvo varios hijos de un matrimonio anterior: Santiago, José, Simeón, Judá y dos hijas, que podrían haber sido Salomé y María, o Salomé y Ana, según distintas versiones. Santiago, el mayor, es identificado como "hermano del Señor", aunque, según Epifanio, esta denominación no implica un parentesco directo con María, sino que responde a un uso lingüístico destinado a refutar argumentos contrarios a la fe cristiana. José, según esta tradición, habría enviudado y años después, ya con ochenta años, tomó por esposa a María, la madre de Jesús.


Padre “nutricio”, “adoptivo”, “putativo”


Los Padres de la Iglesia han denominado en ocasiones a José como "padre nutricio", debido a su rol en cuidar y alimentar a Jesús. Sin embargo, según el sacerdote Roland Gauthier, la función de José fue aún más significativa, abarcando también la protección, la educación, la autoridad paternal y el amor que brindó al niño.


De acuerdo con diversos autores católicos, no se puede afirmar que José fue el padre adoptivo de Jesús en el sentido estricto, ya que una criatura no puede adoptar al Creador. Además, en este contexto, la adopción implica una relación con alguien ajeno, pero Jesús no era ajeno a José, sino que era hijo de su legítima esposa. Incluso estaba dicho que habría de nacer Jesús de la estirpe de David y José lo era.


La paternidad de José no solo tenía un carácter legal, sino también mesiánico, pues él pertenecía a la familia del rey David. Así, el término "padre putativo" se utiliza para distinguir que su paternidad no era biológica.


Otras doctas plumas


A lo largo de los siglos, no han faltado plumas doctas que se han ocupado de San José. Entre ellas, nombres de peso como Beda el Venerable, Bernardo de Claraval o Tomás de Aquino, quien lo menciona en su Summa Theologiae (3, q. 29, a. 2 in c.).


No fue hasta el pontificado de Sixto IV (1471-1484) que su festividad quedó inscrita en el Breviario romano y, más tarde, Inocencio VIII (1484-1492) la elevó al rango de rito doble.


El "rito doble" es una expresión que hace referencia a las celebraciones litúrgicas que se llevan a cabo en honor a San José. En este caso, el término "doble" hace referencia a que existen dos celebraciones importantes dedicadas a este santo en la liturgia cristiana: la Fiesta de San José, que se celebra el 19 de marzo y la Fiesta de San José Obrero, que se celebra el 1 de mayo.


El "rito doble" se refiere al hecho de que, en algunas tradiciones litúrgicas, especialmente en la Iglesia Católica, se celebran dos festividades diferentes en honor a San José, con énfasis en diferentes aspectos de su vida y rol en la Iglesia:


Fiesta de San José (19 de marzo). Esta es la fiesta principal y más antigua, dedicada a la figura de San José como esposo de la Virgen María y padre adoptivo de Jesús. En esta fiesta se destaca su papel en la Sagrada Familia y sus virtudes, como la justicia, la piedad y la obediencia.


Fiesta de San José Obrero (1 de mayo). Esta celebración fue instituida por el Papa Pío XII en 1955, con el fin de resaltar la dignidad del trabajo y poner a San José como modelo del trabajo humano, especialmente en su labor como carpintero. Es una fiesta que busca vincular la vida de San José con el mundo del trabajo.


Los franciscanos, por su parte, vieron en José un referente de humildad y paternidad desde los primeros días de su orden. A lo largo de los siglos XIII al XV, figuras como Buenaventura de Fidanza, Juan Duns Scoto, Pedro Juan Olivi, Ubertino da Casale, Bernardino de Siena y Bernardino de Feltre fueron perfilando su imagen como modelo de fidelidad, pobreza y obediencia, cualidades esenciales para quienes seguían los pasos de Francisco de Asís.


Un artesano de la estirpe de David


De San José se sabe que fue hijo de Jacob, estirpe de David y su ascendencia procedía de Belén, según los Evangelios, Belén también fue la ciudad natal del rey David.


Jesús debía nacer de la estirpe de David.


Los evangelios de Mateo y Lucas hablan sobre que era artesano, habiéndolo relacionado la tradición siempre con el oficio de carpintero, pero el término en griego “tektón”, era más amplio. También se ha dicho que fue albañil, un operario, lo que en los pueblos de Extremadura llamaban bracero, un trabajador. Un hombre de manos ásperas y fuertes, son así las manos de un carpintero, no parecía ser de muchas palabras, días largos y callados, hombre de preocupaciones cotidianas. Un hombre de los que no alzan la voz, pero sostienen el mundo.


Su justicia no era de palabras, sino de actos. Cuando dudó de María y pensó en abandonarla en secreto, lo hizo sin escándalo, sin buscar venganza ni humillación, como hombre justísimo entendió que no querer encubrir con su nombre a un niño cuyo padre ignoraba, el nombre representaba a una familia y hablaba de la persona misma y de la familia entera, de forma que algo tachable en aquel tiempo, no solo afectaba a los más directos sino a toda la familia extensa y manchaba el nombre de generaciones. José también estaba convencido de la virtud de María, por lo que se negaba a entregarla al riguroso procedimiento de la Ley de Moisés. Pero en sueños oyó estas palabras:


“José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”… “Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado y tomo consigo a su mujer. Y no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo; y le puso por nombre Jesús”.


De este modo, cayó y aceptó el destino que desde lo más alto se tenía escrito para él. Cuando el ángel le dijo en sueños que debía quedarse, se quedó. Aquel Niño no venía del pecado sino de Todo lo contrario. Cuando le mandaron huir a Egipto, huyó. Cuando hubo que volver, volvió. Siempre en segundo plano y en primero a la vez, siempre cumpliendo con su deber.


Sobre el riguroso procedimiento de la Ley de Moisés


El riguroso procedimiento de la Ley de Moisés hacía referencia al conjunto de normas religiosas, morales y civiles que regían la vida del pueblo judío, según la tradición mosaica. Estas leyes, recopiladas en la Torá (los primeros cinco libros de la Biblia), establecían regulaciones detalladas sobre la pureza, el culto, los sacrificios, la alimentación, la justicia y la vida cotidiana.


Uno de los aspectos más estrictos de esta legislación era su observancia meticulosa, que abarcaba desde la circuncisión al octavo día de nacido (Génesis 17, 10-12) hasta la presentación en el Templo y la purificación de la madre después del parto (Levítico 12, 2-8). También se imponían numerosas normas sobre el descanso sabático, la pureza ritual y la expulsión de impurezas mediante sacrificios y abluciones.


La Ley de Moisés no solo regulaba la vida religiosa, sino que también establecía procedimientos judiciales estrictos, como la necesidad de testigos en los juicios (Deuteronomio 19,15) y el cumplimiento de castigos severos, en algunos casos incluso la pena de muerte para delitos como la blasfemia o la idolatría (Levítico 24,16; Deuteronomio 13,6-10).


Este rigor legal marcaba profundamente la vida del pueblo judío, tanto en tiempos bíblicos como en la época de Jesús, quien en más de una ocasión desafió la interpretación excesivamente literal de la Ley, enfatizando el espíritu de misericordia y justicia sobre la rigidez normativa (Mateo 12, 1-8; Juan 8, 3-11).


En tiempos bíblicos, bajo la Ley de Moisés, tanto el adulterio como la maternidad fuera del matrimonio eran asuntos graves con consecuencias severas.


La Torá o Ley de Moisés, cuyo significado se traduce como "instrucción" o "enseñanza", es el conjunto que agrupa los primeros cinco libros de la Biblia hebrea: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. Este texto sagrado es el pilar de la identidad y la ley del pueblo judío y, en el cristianismo, se le conoce como el Pentateuco. En el islam, es denominado Al-Tawrat, siendo también un referente en la tradición drusa y el noajismo. En el ámbito del judaísmo, la Torá se distingue como la Torá escrita, diferenciándose de la tradición oral. Cuando se emplea en ceremonias religiosas, se presenta en forma de rollo (Sefer Torá‎), cuidadosamente manuscrito sobre pergamino. En su formato impreso, se le llama Jumash y suele acompañarse de interpretaciones y comentarios rabínicos.


En la Torá, el adulterio era considerado un pecado y una violación de la ley divina y social. Según Levítico 20,10 y Deuteronomio 22,22-24, si un hombre y una mujer casada eran sorprendidos en adulterio, ambos debían ser condenados a muerte por lapidación. En caso de que la mujer estuviera comprometida, la pena seguía siendo la misma si se comprobaba su culpa. Sin embargo, si se demostraba que la mujer había sido forzada o violada, entonces solo el agresor era castigado (Deuteronomio 22,25-27).


En la época de Jesús, aunque la ley mosaica seguía vigente, la aplicación de la pena de muerte por adulterio se había vuelto menos común, en parte debido a la dominación romana, que tenía control sobre las ejecuciones. Un ejemplo de esto es el famoso episodio de la mujer adúltera en Juan 8, 3-11, donde los fariseos intentan lapidar a una mujer sorprendida en adulterio, pero Jesús responde: "El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra", cuestionando la hipocresía de los acusadores.


En cuanto a la maternidad fuera del matrimonio, un embarazo fuera del matrimonio era visto como una deshonra tanto para la mujer como para su familia. En casos extremos, la mujer podía ser repudiada, expulsada de su comunidad o incluso apedreada si se consideraba que había cometido fornicación o adulterio.


En el caso de María, madre de Jesús, encontramos un ejemplo claro de cómo se manejaba socialmente esta situación. Según Mateo 1,18-19, cuando José descubre que María está embarazada antes de haber convivido con ella, decide "repudiarla en secreto", esto es, separarse de ella sin exponerla públicamente para evitarle la humillación y un posible castigo. Sin embargo, un ángel le revela en sueños que el embarazo es obra del Espíritu Santo y José la toma por esposa, protegiéndola de cualquier condena social.


Tanto el adulterio como el embarazo fuera del matrimonio eran considerados delitos graves en la sociedad judía antigua, con penas que iban desde la humillación pública y el repudio hasta la lapidación. Con el tiempo, y especialmente con la enseñanza de Jesús, estas normas fueron cuestionadas en favor de la misericordia, el arrepentimiento y la justicia real.


La Iglesia tardó en reconocer su grandeza. Al principio, la devoción se centró en los mártires, en aquellos que habían sellado su fe con sangre. José, en cambio, había sellado la suya con una vida de renuncias y sacrificios silenciosos. Pero con el tiempo, su figura creció.


Se le proclamó patrono de la Iglesia universal, protector de los trabajadores, modelo de padres y esposo casto por excelencia. Justicia y castidad eran sus cualidades más preciadas; y, aun cuando era esposo de María, ambos mantuvieron castidad en este matrimonio.


José casó con María en segundas nupcias, Ella vivió interna en el templo desde los tres años de edad, al llegar a la edad de doce años consideró el sumo sacerdote que era la hora de encontrarle un esposo para “cumplir con la Ley de Moisés”. María había hecho voto de castidad consagrándose virgen a Dios, por esto que el Sumo Sacerdote le aconseja que hiciera oración y, de esta forma, ver cuál era la voluntad de Dios, desde el Propiciatorio se oyó entonces una voz diciendo que se le diera esposo según indicaba la profecía de Isaías, según la cual: “Un brote saldrá del tronco de Jesé, un vástago surgirá de sus raíces. Sobre él reposará el Espíritu de Yahvé”.


Se convocó a todos los hombres descendientes de David, tanto solteros como viudos, debiendo traer una vara. Mientras rezaban, de forma milagrosa, la vara de José floreció, se tiene entendido que era una varita de azucenas la que floreció en su mano y una paloma blanca (símbolo del Espíritu Santo) voló sobre la rama florida. La iconografía representa a San José con el atributo de la vara de azucenas en flor en sus representaciones. Sólo la vara de José floreció, señal inequívoca de que Dios lo había elegido.


Santa Teresa devota fidelísima de San José


Teresa de Ávila jugó un papel fundamental en la devoción católica a San José en el siglo XVI, dándole un gran impulso. En su obra Libro de la Vida, la mística española relata de manera personal su experiencia con el santo, destacando cómo lo tomó como protector y abogado en su vida. Ella expresa:


"Y tomé por abogado y señor al glorioso san José, y encomendéme mucho a él. [...] No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad; a este glorioso santo tengo experiencia que socorre en todas, y que quiere el Señor darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra (que como tenía nombre de padre siendo ayo, le podía mandar), así en el Cielo hace cuanto le pide. [...] Paréceme, ha algunos años, que cada año en su día le pido una cosa y siempre la veo cumplida. Si va algo torcida la petición, él la endereza para más bien mío. [...] Sólo pido, por amor de Dios, que lo pruebe quien no me creyere, y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso Patriarca y tenerle devoción. En especial personas de oración siempre le habían de ser aficionadas, que no sé cómo se puede pensar en la Reina de los Ángeles, en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no den gracias a san José por lo bien que les ayudó en ello. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro, y no errará en el camino". (San Teresa de Ávila, Libro de la Vida, cap. 6, nn. 6-8).


Santa Teresa de Jesús, que no era de las que admiraban por sentimentalismo barato, le tenía una devoción feroz. Y no fue la única, pues la historia de José no es la de un santo complaciente sino la de un hombre de carne y hueso que enfrentó dudas, peligros y decisiones difíciles. Un hombre al que Dios confió su mayor tesoro. Que no buscó gloria ni reconocimiento, pero que estuvo allí en cada momento clave. Por eso, cada año, durante siete domingos, los creyentes recuerdan su camino de dolores y gozos. Porque en él se ve reflejado el creyente que sigue adelante, incluso cuando no comprende todo el plan.


Sobre su muerte y ascensión


Algunos teólogos católicos sostienen que José ascendió al Cielo en cuerpo y alma, una creencia que se cimenta en un pasaje del Evangelio de Mateo, donde se menciona que, al morir Jesús en la cruz, muchos santos resucitaron.


Bernardino de Siena, en el siglo XV, expresó con convicción:


"Si el Dios salvador ha querido, para satisfacer su piedad filial, glorificar el cuerpo juntamente con el alma de María en el instante de su gloriosa Asunción, puede, y hasta debe creerse piadosamente que no ha hecho menos respecto de san José, tan grande entre todos los santos".


En 1960, el Papa Juan XXIII sugirió que se podía creer que Juan el Bautista y José de Nazaret, como miembros de la Antigua Alianza, fueron los primeros en acompañar a Jesús en su ascensión al Cielo:


"Corresponde, pues, a los muertos del Antiguo Testamento, los más próximos a Jesús —nombremos dos de los más íntimos en su vida, Juan Bautista, el Precursor y José de Nazaret, su padre putativo y custodio—, corresponde a ellos —así piadosamente lo podemos creer— el honor y el privilegio de abrir este admirable acompañamiento por los caminos del cielo...".


Francisco Suárez, sacerdote católico del siglo XVI, fue el primero en integrar a José en el orden hipostático, señalando que no solo podía ser visto desde su dimensión humana, sino también desde su relación con la Segunda Persona de la Trinidad. Así, toda la Trinidad, a través de Jesús, María y José, formaba una "Trinidad terrestre". José, según Suárez, no era simplemente un hombre, sino que encarnaba algo mucho más profundo.


En la misma línea, el dominico José Domingo Corbató defendió que, por su pertenencia al orden hipostático, José debía haber sido eximido del pecado original. Otros como el franciscano Andrés de Ocerín, también defendieron la predestinación de José para tal dignidad. No obstante, la mayoría de teólogos católicos han rechazado la idea de la concepción inmaculada de José.


La figura de José de Nazaret a menudo se compara con la del patriarca José, hijo de Jacob, el de los sueños, que sirvió al faraón de Egipto. El primero en trazar este paralelismo fue Pedro Crisólogo en el siglo V, quien indicó que, al igual que el patriarca José fue fiel al faraón, José de Nazaret lo fue con la Iglesia, el Reino de Dios en la Tierra. Bernardo de Claraval profundizó esta comparación al señalar que, mientras el patriarca José almacenaba trigo para el pueblo de Egipto, José de Nazaret guardaba "el pan vivo del cielo para todo el mundo". Además, Bernardo observó que el patriarca José comprendió los misterios a través de los sueños, mientras que José de Nazaret fue partícipe de "los misterios soberanos".


Como destacó el Papa Francisco en su carta apostólica Patris Corde de 2020, los sueños de José lo guiaron en su cumplimiento de la voluntad divina. En una audiencia general de 2022, el Papa lo llamó "el hombre que sueña", subrayando la importancia de esos momentos de revelación.


El silencio de José, un silencio que nunca se vio roto por palabra alguna en los evangelios, es un tema que el Papa Francisco también abordó en 2021. Según él:


"El silencio de José no es mutismo; es un silencio lleno de escucha, un silencio trabajador, un silencio que hace emerger su gran interioridad".


Este silencio profundo refleja la verdadera esencia de la paternidad de José. No era necesario hablar, porque su vida era un testimonio constante de su obediencia y fe.


La "Josefología", esa rama de la teología dedicada al estudio de la figura de San José, sigue desarrollándose y con ella la comprensión de este hombre santo que, aunque no dejó palabras escritas, dejó un legado de fidelidad, protección y amor que resuena a lo largo de los siglos.


Patrono de la Iglesia Universal


El 8 de diciembre de 1870, el Papa Pío IX proclamó a San José patrono de la Iglesia Universal. Más tarde, en 1889, el Papa León XIII publicó la encíclica Quamquam pluries sobre su figura, y en 1989, con motivo del centenario de esta proclamación, el Papa Juan Pablo II dedicó la exhortación apostólica Redemptoris custos, considerada una de las obras más significativas sobre la teología de San José.


En 2013, durante su papado, el Papa Francisco también profundizó sobre el papel de San José en la custodia de la Iglesia en una homilía por la festividad de San José. En 2020, el Papa Francisco celebró el 150 aniversario de la proclamación de San José como patrono de la Iglesia, declarando un Año de San José desde el 8 de diciembre de 2020 hasta el 8 de diciembre de 2021.


San José es venerado no solo como patrono de la Iglesia, sino también como patrono de la familia y de la buena muerte, debido a la tradición que sostiene que murió en los brazos de Jesús y María.

Además, por su oficio de carpintero, fue declarado patrono de los trabajadores, especialmente de los obreros, por el Papa Pío XII en 1955, quien buscó dar una connotación cristiana al Día Internacional de los Trabajadores.


La Iglesia también lo ha proclamado protector contra la duda y, en tiempos de Benedicto XV, patrono contra el comunismo y la relajación moral.


San José ha sido proclamado patrono de varios países y regiones, incluyendo América, China, Canadá, Corea, México, Austria, Bélgica, Bohemia, Croacia, Perú, Vietnam y Costa Rica. En este último, la única arquidiócesis del mundo está dedicada a este santo.


Siete domingos de San José


La devoción a San José no es cosa de ahora ni de sentimentalismos modernos sino una tradición antigua, cargada de significado y arraigada en la fe de generaciones. Desde hace siglos, los fieles se preparan para su festividad con los “siete domingos de San José”, un recorrido que revive los momentos de angustia y alegría del hombre que Dios puso al lado de María y de Jesús. No fue una tarea fácil. Un hombre justo, trabajador, silencioso. El Papa Gregorio XVI, consciente de la fuerza de esta devoción, le concedió indulgencias y así se perpetuó este homenaje al padre terrenal de Cristo.


Primer domingo de San José. Se recuerda cómo José, un hombre recto, honorable, comprometido con María, descubre que su prometida está esperando un hijo… y él no es el padre. La confusión, la angustia, la sombra de la deshonra le acecharon (Mt 1,18). Pero Dios no lo deja solo en esa noche de dudas. Un ángel se le aparece en sueños y le cuenta la verdad que va a protagonizar con su Sagrada Familia: “No temas recibir a María, lo que hay en su vientre es obra del Espíritu Santo” (Mt 1,20-21). José respira, acepta y sigue adelante.


Segundo domingo de San José. Jesús viene al mundo, pero los suyos le cierran las puertas. La indiferencia y la hostilidad de los hombres comienzan temprano (Jn 1,11). Y, sin embargo, hay quienes sí lo reciben, son pastores humildes, de corazón limpio, que llegan al portal y encuentran a María, a José y al Niño Dios en el pesebre (Lc 2,16). En la pobreza, en la sencillez, en el calor de la fe verdadera.


Tercer domingo de San José. Ocho días después del nacimiento, llega la circuncisión, acto doloroso que recuerda la fragilidad humana. Y en ese momento, le pone el nombre que cambiará la historia según las indicaciones recibidas en sueños: Jesús (Lc 2,21). Este nombre no es un nombre cualquiera, significa salvación. “Él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). José lo sabe porque ha sido previa y milagrosamente instruido sobre ello; y, en su silencio, se aferra a esta promesa.


Cuarto domingo de San José. En el Templo, el anciano Simeón los bendice… pero sus palabras caen como un rayo sobre María y José: “Este niño será signo de contradicción” (Lc 2,34-35). No hay paz para el Justo, solo la certeza de que su hijo está destinado a algo grande y terrible. Pero también hay luz: “Mis ojos han visto tu salvación” (Lc 2,30-31), dice Simeón. José, que lo ha visto nacer, que lo ha sostenido en brazos, sabe que es cierto.


Quinto domingo de San José. No hay descanso para la Sagrada Familia. Un ángel despierta a José con una orden urgente: “Levántate, toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto” (Mt 2,13). Herodes quiere matarlo y José, una vez más, obedece sin preguntas. Herodes temía que le hicieran sombra, pues estaba anunciado el nacimiento de “El Rey de los judíos”, entonces José, coge lo poco que tienen y se lanza a la incertidumbre marchando a Egipto y allí permanecen hasta que la amenaza desaparece. Herodes se ha dedicado todo este tiempo a matar a los niños de menos de un año para evitar que el Rey de los judíos pudiese suponer un poder que contrarrestara su despotismo. Y entonces, cuando todo parece ya más seguro, la profecía se cumple: “De Egipto llamé a mi hijo” (Mt 2,15). José comprende entonces que forma parte de un plan que le supera, de un plan divino.


Sexto domingo de San José. La Sagrada Familia vuelve a Israel. Pero hay un nuevo peligro. Arquelao, el hijo de Herodes, gobierna en Judea. José teme por su familia (Mt 2,21-22); y la solución llega en otra visión. José ahora decide instalarse en Nazaret, el lugar que los profetas ya habían señalado (Mt 2,23), se estabiliza allí la vida por un tiempo.


Séptimo domingo de San José. En Jerusalén, ante una multitud de peregrinos, de repente Jesús, que ya tiene doce años, desaparece, el horror invade a los padres. José y María lo buscan desesperados. De aquí las advocaciones de Jesús como Niño Perdido que darían paso a las fiestas de la Candelaria, en la que se iluminaba el camino para que el Niño encontrara el camino de regreso. José y María preguntan y recorren las calles sin que nadie sepa darle pista alguna (Lc 2,44-45). Al final, lo encuentran al tercer día, número mágico, son tres en la Sagrada Familia, tres son las personas de la Santísima Trinidad. Estaba en el Templo, sereno, como si nada, hablando con los sabios, haciéndoles preguntas, respondiendo con una madurez que desconcierta a todos (Lc 2,46). María le reprende porque estaban nerviosos desde hacía tres días y Él no deja de ser un Niño, pero Él responde con una frase que resonará por los siglos: “¿No sabíais que debía estar en la casa de mi Padre?”. José lo entiende. Lo ha entendido siempre. Y sigue adelante.


San José no pronunció discursos. No escribió evangelios. No dejó grandes milagros registrados en la historia. Solo vivió con fe, trabajó con esfuerzo y protegió a los suyos con firmeza. Y eso es más que suficiente para hacer de él un modelo eterno.


Murió sin hacer ruido, como había vivido, Jesús aún era muy joven. No estuvo en la crucifixión ni en la Resurrección, pero su obra ya estaba hecha. Dejó al Niño criado y a su Madre protegida. Luego desapareció, sin más. No hubo discursos. No los necesitaba.

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