
La imagen es una ilustración histórica muy conocida que representa el matrimonio entre José de San Martín y María de los Remedios de Escalada, celebrado el 12 de septiembre de 1812 en la Iglesia de la Merced, Buenos Aires. No es una fotografía real (en 1812 no existía la fotografía) sino una recreación artística realizada muchos años después del suceso. Es una imagen simbólica que busca representar ese momento histórico, con una composición solemne, expresiva y detallada, como era común en las ilustraciones patrióticas del siglo XX, realizada por Adolfo Bellocq, reconocido grabador y dibujante argentino, forma parte de una serie de imágenes patrióticas que se hicieron populares en manuales escolares e instituciones educativas argentinas durante buena parte del siglo XX.
Una espera sin gloria
Tenía apenas catorce años y ya la vida le había servido una copa de hierro. A esa edad —cuando otras soñaban con vestidos de muselina y tertulias— ella dijo que sí. Y se entregó, sin ruido, al moreno de acento peninsular que acababa de llegar a Buenos Aires con la espada envainada y los ojos fijos en una quimera continental. San Martín, lo llamaban. Nadie sabía bien de dónde venía, ni por qué había regresado.
La ciudad cuchicheaba: Que si espía inglés, que si republicano, que si un oscuro veterano de las guerras napoleónicas.
A ella no le importó. Le bastó una mirada para sellar el destino. Un destello, un cruce de palabras y ya estaba hecho. Ni los planes familiares ni el prometido con quien la querían casar detuvieron a la pequeña Remedios. Se casó y se fue.
Se fue de los cortinados pesados y las alfombras europeas, de las misas en domingo y los abanicos de nácar. Se fue detrás de un hombre que sólo sabría estar con su mujer a ratos: un par de Navidades, un parto y una bandera cosida a mano. Él partía siempre. A Chile, a Perú, a los Andes, a la Historia.
Ella se quedó.
Primero en Mendoza, luego en Buenos Aires y, más tarde, en una quinta perdida donde la familia la llevó a morir con cierto decoro. Tuberculosis dijeron los médicos, no había nada que hacer y el aire del campo -al menos- aliviaría la tos, pero no lo hizo.
Esperó. Esperó como esperan las mujeres en los márgenes de la gloria: sin estatuas ni himnos. Esperó sabiendo que probablemente no lo volvería a ver, pero deseándolo igual. “Ven —le escribió—, que me estoy muriendo”. La carta cruzó los caminos, cruzó los Andes y, como todo en aquella patria en ebullición, llegó tarde.
María de los Remedios Carmen Escalada y de la Quintana. La mujer del teniente Coronel
María de los Remedios Carmen Escalada nació en Buenos Aires el 20 de noviembre de 1797, en el seno de una familia aristocrática criolla, acomodada y profundamente católica. Su padre, Antonio José de Escalada, era un comerciante próspero, hombre de ideas ilustradas y activo impulsor de las causas revolucionarias. Su madre, Tomasa de la Quintana, era sobrina del virrey Vértiz.
Remedios creció en casas grandes, instruida en francés, piano y bordado, entre tertulias patrióticas y estampas religiosas, rodeada de lujos que anticipaban para ella un destino burgués y previsible.
Pero ese destino cambió cuando conoció al entonces teniente coronel José de San Martín, un militar desconocido, recién llegado de España, que arrastraba una leyenda de batallas napoleónicas, una mirada dura y una determinación que a muchos resultaba sospechosa. Tenía casi el doble de su edad, hablaba con acento andaluz y no traía fortuna, solo un propósito: liberar América.
Contra la voluntad de su madre y con la desgarradora ruptura de un compromiso previo, Remedios se casó con él en septiembre de 1812, a los catorce años. Fue una boda sencilla, apenas un acto privado en la iglesia de la Merced, sin la pompa que su linaje acostumbraba. Comenzaba así una vida marcada por las ausencias.
Desde ese momento, Remedios acompañó a San Martín lo que pudo. Vivió con él en Mendoza durante los años previos a la gesta del Ejército de los Andes y se convirtió en figura clave de la vida social mendocina pues ella organizaba tertulias, recolectaba fondos, cocía banderas, tejía redes entre mujeres que harían posible lo imposible. De hecho, fue una de las impulsoras materiales de la bandera que el general llevaría en su campaña libertadora.
En 1816 dio a luz a la única hija de la pareja, Mercedes Tomasa San Martín y Escalada. Fue en los días en que su esposo planeaba cruzar la cordillera hacia Chile. Cuando lo hizo, en enero de 1817, Remedios regresó con su hija a Buenos Aires. No volvería a ver a su esposo nunca más.
Años de silencio y soledad
Los años siguientes fueron de silencio, soledad y enfermedad. La tuberculosis —entonces conocida como tisis— la fue consumiendo lentamente. Vivió en la casa familiar y luego en una quinta en las afueras de la ciudad, en busca de aire puro. Escribía cartas a San Martín, cartas que no siempre encontraban respuesta. Lo esperaba, pero él estaba lejos, atrapado en la política, en la guerra, en las traiciones.
Murió joven, con veinticinco años. Una hija en brazos de su abuela, un marido en otra provincia y una lápida que él mandaría tallar después, cuando la guerra se lo permitió: “Esposa y amiga del general San Martín”, decía la piedra. Y nada más. Y sin embargo, ella para él lo fue todo. Sin ella no hubo bandera, ni hogar, ni ternura en esa vida de polvo, pólvora y exilio.
A veces la historia se escribe en los márgenes. A veces, en el silencio de una mujer que esperó hasta el último aliento.
Murió el 3 de agosto de 1823 y San Martín, que se encontraba en Mendoza, no alcanzó a despedirse. La noticia lo devastó. En carta a un amigo confesó que podía resignarse a perder una esposa, pero no a perder una amiga. Antes de partir al exilio, encargó una lápida para su tumba. En ella hizo grabar una frase sencilla, desgarradora por su sobriedad: "Aquí descansa Remedios de Escalada, esposa y amiga del general San Martín."
Ese epitafio dice más que cualquier monumento. Habla del amor silenciado por la historia, de las mujeres que no empuñaron armas, pero sostuvieron revoluciones enteras desde el hogar, la costura, la espera y el silencio. Hay que reconocer que San Martín sí supo dar su sitio a su mujer, a la mujer, en una época en la que la mujer era un objeto, él la consideró siempre su amiga, hay hombres que sienten que la amistad está por encima del amor, porque la efervescencia pasa pero la amistad queda, siendo ese el verdadero amor.
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