La luz de Francisco no se va a apagar nunca. Esto no pretende ser un aforismo, un adagio o una premonición como las del redivivo Parravicini. Por el contrario, es una triste advertencia a ciertas izquierdas que no pierden la oportunidad de acometer a contramano contra la historia, aún a costa de su propia supervivencia. Una agobiante expresión de deseos inocuos contra el consignismo catártico e ingenuo llevado a su máxima expresión, en una obstinada y patológica infantilización de la política.
Resulta difícil comprender las dificultades para inteligir el pesado entramado de las instituciones -sobre todo, como en este caso, de las más tradicionales- que obsta a la posibilidad de tomar el Vaticano con la misma obnubilación conque se imagina la caída del Palacio de Invierno. El poder, amigos, es arduo, es espeso. Se compone de relaciones de fuerzas, resistencias, idas y vueltas, avances y retrocesos, ideologías y subjetividades contrapuestas, decisiones y concesiones. Para decirlo en términos muy argentos, el rival también juega. Y cómo.
Tengo la sensación de que Francisco fue un obstáculo, una piedra en los pies de estas breves hordas irredentas, naturalmente desconfiadas, proféticamente desconfiadas. Hay que tener ganas de armar un solitario cuando el que se ha ido ha sido el pastor de las comunidades segregadas, racializadas, ofendidas, humilladas, explotadas y oprimidas. El hombre que tuvo su feligresía más rotunda fuera de los límites del grosor rotundo del poder eclesiástico. Hay que estar dispuesto a convalidar que todo lo conseguido vuele por los aires, coincidiendo con la prédica fétida de los trolls gubernamentales.
Era mucho, muchísimo más fácil, repensar durante este papado la relación entre las izquierdas y las creencias trascendentes, justo en un momento epocal post pandémico, cuando la religiosidad creció exponencialmente en todo el mundo. Cuando los millones de vulnerados eligen creer en un futuro tenue, estas almas bellas optan por hurgar en el pasado de un hombre. Un pasado que se inscribe en los años donde un cura no tenía posibilidades de transformar ni reformar más allá de las rígidas jerarquías, a riesgo de que esos raptos volaran por los aires.
No acepto, sinceramente, la excusa de que no conocen el poder desde adentro ni pueden dimensionar sus complejidades y dificultades. Ser revolucionario es algo más que proferir agravios. Es entender el tablero siempre provisorio y contingente de lo político. Es advertir y estar advertido de las amenazas y avatares de los que advertían desde nuestros lonkos hasta los políticos florentinos. La prudencia política es una tensión bilateral permanente entre jerarcas y subordinados. Justamente por eso es que nunca pensamos un papa héroe ni mártir. Al contrario, muchas especulaciones del progresismo y otros bordes generalmente no abarcados por la religiosidad fueron virando sus reservas iniciales sobre un humanista lúcido,único, que dejó una iglesia católica indiscutiblemente mejor que la que encontró. Esa evidencia pone a Francisco a cubierto de exigencias refractarias de lo esencialmente relativo de la condición humana.
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