En un mundo donde, si se tiene la conciencia activada, la derrota es continua, uno encuentra perversos oasis placenteros donde mostrar la rebeldía en los pequeños detalles que ofrece la cotidianidad. Pesar tomates buenos como tomates del montón, llamar mexicana a la americana de tu traje como venganza al mundo lingüístico de Trump o elegir completamente al azar entre libros, películas y música para escapar del algoritmo.
Esto último lo hacía con mis hijos cuando eran pequeños. Los soltaba por los pasillos de los estantes de la biblioteca pública y, como no sabían leer, tomaban lo primero que atrapaban y me lo traían. Después, lo llevábamos a casa y nos asomábamos al arte desde la más absoluta de las casualidades, descubriéndolos según leía, escuchaba o veía. Así conocí, entre otros, al músico Chuck Prophet, al poeta William Carlos Williams o al director de cine Giórgos Lánthimos, por poner un ejemplo de cada una de las modalidades.
Así que, como el otro día me lo recordaron mis hijos, decidí oponerme al puñetero algoritmo y sus certezas y dejar que el azar, de nuevo, volviera a hacer acto de presencia en este mundo santanderino de lluvias presentes y ausentes. Fuimos a la biblioteca y, al rato, me vi con una película sueca en la mano del 2014 con un título más que sugerente: Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia, de Roy Andersson. Ostras. Glub. Cine sueco. Glub.
Ahora, una semana más tarde de verla, intento explicarme qué me produjo una cinta hilvanada por dos tristes representantes de artículos de broma que se entrecruzan con un sinfín de retazos de personajes fríos, distantes, grotescos, que hacen que encuentres en los silencios y en lo pétreo de sus expresiones el reflejo profundo de la existencia. Quizá no sea para tanto –y no lo es– y todo sea un inmenso absurdo, como la vida, pero había algo en ese costumbrismo gélido, en esos muchachotes nórdicos, blanquecinos de piel, de apariencia humana, que hacían que te asomases al vacío de las relaciones y que encontrases algo de empatía en su dolor. Trágica e hilarante, provoca perplejidad, sin saber cómo reaccionar, mirando a tu alrededor, a pesar de verla a solas, para intentar compartir las emociones (o la ausencia de ellas), dejando un poso contundente, una extrañeza que crece según se intenta desentrañar qué demonios se ha visto.
Y es en este momento, en esta columna, al intentar verbalizar lo sentido, cuando comprendo más profundamente el concepto de arte: una idea, una emoción propagada por el director hace unos años y que me llega a mí de forma lenta, pausada, razonada para que se expanda y deje poso, una manera de ver el mundo que comparto: la certeza de que todos estamos solos ante la existencia y que el arte es el espejo donde ver nuestros reflejos.
Claro, luego explícales esto a tus hijos cuando te preguntan de qué va la película. La solución cada vez es más clara:
-De lo que todas, de mí.
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