Marian Diamond desafió la ciencia de su tiempo y demostró que el cerebro puede rejuvenecer, crecer y transformarse si se le da lo que necesita: estímulos, curiosidad y vida.

En el mundo de los laboratorios, donde el silencio se corta con bisturí y las certezas se escriben en pizarras, Marian Diamond hizo algo impensable, estudió una muestra del cerebro de Albert Einstein y lo estudió con la mirada de quien sospecha que incluso los genios tienen secretos escondidos entre las neuronas. No era un gesto de irreverencia. Era ciencia de la que hace historia.
Diamond, nacida en 1926 en Glendale, California, no era solo una mujer adelantada a su tiempo, sino una que se empeñó en construir uno nuevo. Creció en una familia que valoraba el estudio como si fuera religión y, aunque el siglo XX todavía arrastraba sus prejuicios, aquellos que consideraban que las mujeres servían más para adornar laboratorios que para liderarlos, Marian se empeñó en demostrar lo contrario con una mezcla de paciencia, genialidad y rebeldía.
Estudió biología cuando pocas lo hacían. Luego se lanzó al estudio del cerebro y empezó a hacer preguntas incómodas, tales como: ¿Y si el cerebro no fuera un órgano condenado a morir lentamente desde la juventud? ¿Y si tuviera, en cambio, la capacidad de reinventarse, adaptarse, crecer… incluso en la vejez?
Lo demostró primero con ratones, inocentes reos martirizados sin opción a rechistar. Les diseñó entornos ricos en estímulos: juegos, laberintos, desafíos: y vio cómo sus cerebros se volvían más complejos, más pesados, más activos. La conclusión era tan simple como revolucionaria: el entorno importa. Mucho. Hasta dentro de la cabeza.
Pero la cuestión llegó cuando una muestra del cerebro de Einstein cayó en sus manos. Literalmente. En lugar de quedar deslumbrada por el mito, Marian fue a lo que le interesaba: analizó, midió, comparó. Lo que descubrió dejó boquiabierto a medio mundo académico. La parte del cerebro encargada del razonamiento y la imaginación tenía una densidad inusualmente alta de células gliales, que hasta entonces no se habían considerado debidamente en el conjunto de las neuronas; y Marion las elevó al rango de protagonistas. Sin ellas, dijo, no hay inteligencia que valga.
Su revolución fue silenciosa. No salía en portadas, pero retumbaba en universidades de medio planeta. Porque lo que Marian había demostrado no era solo que Einstein tenía un cerebro especial, sino que ese tipo de “especialidad” también se podía cultivar.
Demostró que el cerebro no es una roca inmutable, sino una materia viva que responde al mundo, a los libros que leemos, a las conversaciones que tenemos, al arte que contemplamos. A todo.
De ahí nació la neuroplasticidad, palabra que hoy parece sacada de un manual de autoayuda pero que en su día era dinamita pura. Diamond abrió así una puerta por la que luego pasaron educadores, psicólogos, terapeutas… y hasta jubilados que se resisten a que su memoria se oxide.
Marian no se quedó en la teoría, sino que enseñó, divulgó, explicó. Con su inseparable sombrero, su sonrisa de sabia amable y un cerebro (de plástico) entre las manos, convirtió sus clases en una especie de ritual de iniciación. Decía y creía de veras que cualquiera podía mejorar su mente si la trataba bien, esto es con ejercicio, curiosidad y alegría.
Murió en 2017, pero dejó tras de sí una lección que hoy cobra más vigencia que nunca. El cerebro no está condenado a apagarse si se le alimenta bien. Envejecer no es sinónimo de declinar. Pensar sigue siendo el mejor antídoto contra el olvido.
A veces, hace falta una mujer con tesón para cambiar lo que durante siglos dieron por cierto sabios con barba.
|