Al acceder los Papas al cargo ya “talluditos”, ingresan habiendo acopiado un considerable acervo que, a su vez, les otorga la legitimidad apostólica en que se sustenta en muy gran parte la Iglesia Católica. Su condición de hombres añosos y sabios, a fuer de profundos indagadores teológicos además, les concede las credenciales para dirigir la singladura del catolicismo mundial, no en vano sus encíclicas y preceptos tienen peso legislativo en asuntos de fe, esos que tanto acaban incidiendo a la postre en el terreno secular.
Así las cosas, hemos de reconocer que el actual Papa, Francisco, ha tenido gestos de un nada desdeñable progresismo, máxime viniendo tales señales de alguien al frente de una de las instituciones más reticentes al cambio que se conocen. Se ha dicho que todos los gestos que viene desarrollando Francisco son mero efectismo dialéctico que buscaría recuperar para la Iglesia el extraviado favor de muchos, pero lo cierto es que el Papa no está para implementar directamente una u otra acción y sí para marcar una determinada impronta en su comunidad de oficiantes y seguidores a través de la prédica, pues eso es lo que en puridad es el Papa, un predicador cuyo mensaje es atendido por millones de personas a lo largo y ancho del Globo. Por eso no puede hablar de manera gratuita y sí pensando mucho sus palabras, dado que millones son los que las recibirán tratando de adecuar su conducta a ellas.
Que el Papa diga que él no es quién para juzgar a los homosexuales tiene un gran valor, pues no solo se humaniza y acerca al prójimo, sino que acerca a la institución de la que es máximo rector a la realidad más candente. También que acuda al Parlamento de una Unión Europea rendida al más salvaje capitalismo pronunciando un discurso en el que insta a las máximas autoridades del Viejo Continente a adecentar la economía y a ponerla al servicio de las personas es importante, como no es cosa baladí que inste a los sacerdotes a otorgar el perdón a quienes aborten. Todos esos “gestos” van generando una atmósfera que se hace más respirable a los más, a todos aquellos constreñidos por una angostura alargada incomprensiblemente más de la cuenta sobre los lomos del paroxismo.
El Papa Francisco, al fin, es un alto cargo político-religioso que viene manejando su autoridad moral con sumo respeto y harta humildad. Lejos de pontificar, trata de ofrecer puntos de vista y recomendaciones cargadas de sentido común que quieren resultar acordes a los tiempos que nos contienen. Se percibe ese esfuerzo en Francisco.
El papismo escasamente papista del presente sumo pontífice contrasta con el iluminismo de muchos líderes políticos de la hora actual, más papistas que el Papa, a los que se les dibuja una aureola de apócrifa dignidad que viene a subrayar lo chusco de la mayor parte de sus comparecencias, muchas de ellas evitables por demás.
El Papa actual no juzga; los políticos no hacen otra cosa. El mundo al revés parecen escenificar uno y otros, extremidades respectivamente de las espadas divina y secular.
Francisco es un hombre razonable, que ya es mucho en un líder, en un representante del ámbito que sea, pues hasta eso parece irse diluyendo en la esfera política allende lo divino.
Francisco, merced a su talante progresista, está por momentos rebasando por el flanco izquierdo a muchos partidos que se proclaman de dicho tenor, y, lo que es más importante, ha parado la terriblemente reaccionaria deriva en la que llevaba décadas incidiendo el catolicismo institucional.
La figura del Papa es de la máxima entidad político-diplomática, por ello sería absurdo reclamarle a Bergoglio lo que no le reclamaríamos a cualquier otro jefe de Estado, pues existen figuras políticas de proximidad como son los ediles, que tienen su equivalente eclesiástico en los sacerdotes parroquiales. En España, donde impera uno de los modelos de catolicismo más litigante con el progreso, existen muy honrosas excepciones en los márgenes del aparataje más institucional, que, al cabo, son los que conectan de manera más directa con las premisas atraídas por el Papa Francisco.
No atisbo más demagogia de la cuenta en este Papa, a quien incluso no le duelen prendas en reconocer su finitud; su condición de hombre imperfecto y condescendiente con las debilidades ajenas como todo el que aboga por que los otros lo sean con las que a él le adornan. Es así como el máximo representante de la Iglesia parece encauzar el regreso a ciertas esencias que parecían haber quedado diluidas por entre otros más superficiales planteamientos pastorales.
Muchos representantes políticos habrían de tomar nota de algunas de las formas de proceder del Papa Francisco de cara a aplicarlas en su diario actuar: vocación de servicio; esfuerzo de empatía con el prójimo que forma parte de tu comunidad y del cual eres un servidor, no un capataz; sensibilidad hacia los más desfavorecidos y lucha por equipararlos con el resto; comprensión hacia otros puntos de vista; reconocimiento de los errores cometidos por uno mismo o por los correligionarios en precedentes ejercicios, etc.
Francisco hace gala de aquel emplazamiento de san Ignacio de Loyola a “defender la proposición del prójimo”, por ello da muestras de esa sensibilidad que se le habría de reclamar a todo líder, espiritual o secular, más allá de credos o ideologías.
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