La fascinación es el motor que casi siempre impulsa (a/hacia) la creatividad; se ubica entre la alucinación y lo irresistiblemente tangible. Es algo difuso y emocionante, fugaz e intemporal…
Quien es, en un momento dado, capaz de resultar fascinante, de fascinar (a uno, a algunos o a muchos), es aquel que tiende, a su vez, a ser presa constante de tal suerte de embeleso, toda vez que la existencia, que ya es fascinante en sí misma (grata o funestamente), otorga motivos abundantes para entrar en dicho trance; ahora bien, hay que saber leerlos.
Y los dedicados a las labores creativas, salvo casos de impostura, por ejemplo, portan las claves para descifrar determinados códigos de lo cotidiano-inusitado y transmutarlos o darles un barniz estético (para regocijo del avezado observador), de forma tal que active en el grueso de receptores una más o menos adormecida permeabilidad a la seducción.
Como digo, si las personas creativas tienden a ser propensas a la fascinación (activa o pasiva) es porque han sentido el placer orgásmico de la revelación que es hallar los cauces conducentes a la susodicha fascinación (o comprobar cómo otros han hecho lo propio), una sensación a la que es muy difícil renunciar una vez se ha ingresado en ese ámbito, paralelo al usual.
La humanidad desde la noche de los tiempos se ha movido entre la utilidad y la gratuidad. Y el orden es ese mismo. Cuando lo útil pasa a ser accesorio o ha sido asimilado convenientemente, entonces ya se torna susceptible de ser trasladable al perímetro de lo recreativo, sin otra utilidad que el mero juego, fascinador o no.
Por eso en nuestra época, cuando la tecnología ha llegado tan lejos, las gentes hacen usos generalmente banales de las mismas, y, de vez en cuando, alguno que otro de la índole fascinadora a la que nos venimos refiriendo.
Por el contrario, también la humanidad se ha beneficiado en muchos casos de esos golpes de fascinación devenidos inaugurales hallazgos llamados a mudar las tornas vigentes en el dominio que fuere, no en vano, la ciencia sin imaginación sería un vano conglomerado de protocolarios mecanicismos destinados a girar en la noria de la más estéril complacencia.
Muchas de las obras suscitadas al abrigo de la en principio gratuita fascinación (del chispazo casual) han influido notablemente en el desarrollo histórico de los acontecimientos.
La fascinación, tal y como la estamos glosando aquí, no parece cosa de masas, lamentablemente, porque cunde entre nosotros la comodidad intelectual (incluso entre muchos supuestamente implicados en tareas de dicha índole), por ello se ha conformado un estado letárgico y, en general, aquiescente con el sucedáneo, fabricado de manera serial, acaparador del ámbito que habría de ser privativo de la más inopinada capacidad fascinadora.
Recapitulando: la fascinación requiere de un cierto estado del alma (al que contribuye a dar fuste un cierto bagaje cultural-intelectual) para manifestarse tenazmente en el ánimo tanto del creador como del receptor de determinados fulgores de tal experiencia dimanados.
Sin la capacidad de fascinación es razonable pensar que quizá no hubieran alcanzado los niveles de desarrollo que los adorna terrenos como el de la ciencia, el arte, la literatura, la música… la cultura en general, por eso son acreedores de mi respeto y aprehensiva atención muchos de aquellos que se han dejado y se dejan apresar por esa extraña y cautivadora sensación (tormentosa y placentera al tiempo) que es la fascinación.
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