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Opinión
Etiquetas | Urbanismo | Política

Cuando el urbanismo se impuso a la urbanidad

Serían deseables mayores cotas de urbanidad en el ámbito político con todo lo que dicha palabra comporta
Diego Vadillo López
domingo, 8 de enero de 2017, 11:45 h (CET)
En los últimos tiempos ha adquirido ubicua presencia en la boca de los más diversos opinadores el término “casta” referido a los sujetos implicados en tareas de alta política; más en concreto desde que la crisis económica comenzó a adoptar unos más ostensibles efectos a ojos (y sobre espaldas) de grandes capas poblacionales. Se tuvo entonces la sensación de que existía una sima invisible entre los situados en las instancias de poder político y la mayor parte de ciudadanos, dado que otros pocos se conchababan en la penumbra con los primeros, engrosando, así, sus cuentas de beneficios de manera opípara.

Los contribuyentes parecimos despertar de un largo y plácido sueño para incursionar sin transicionales atenuantes en una pesadilla cuyas consecuencias aún hoy siguen “coleando”; parecimos darnos cuenta, de repente, de que el dinero de todos estaba siendo manejado de manera no del todo lícita, siendo malversados no solo los públicos caudales, sino, lo que es peor, el caudal de confianza que todos habíamos depositado en los gestores de lo de todos.

“Cornudos y apaleados”, muchos observaron con consternación cómo los bancos que les habían burlado eran rescatados con dinero público, mucho del cual, por tanto, aportado precisamente también por estos damnificados por tan execrable praxis; cómo los políticos gozaban de una serie de privilegios fuera de órbita; cómo se privaba a la plebe de muchos servicios públicos, quedando otros acusadamente maltrechos; cómo importantes sectores del país, como el energético, habían quedado en manos del capital privado, etc. De la noche a la mañana, como que no quiera la cosa, negros nubarrones se propagaron con prodigalidad por ese espacio que media entre nuestras testas y la cúpula celeste oscureciendo el colectivo panorama irremisiblemente.

Ante la indolencia e inoperancia de la clase política en general, muchos se empezaron a preguntar si la vigente era la forma adecuada de gestionar el sistema. Luego vino el 15-M y todo lo demás.

A día de hoy el asunto algo ha cambiado, mas no sustancialmente, porque habitamos un tiempo confuso y flexible hasta límites prodigiosos.

No hemos de esperar por el momento transformaciones sustanciales cuando la humana existencia transita por una serie de valores paulatinamente erigidos universales que, de tan guateados, todo lo amortiguan como paso previo a hacerlo inquilino de su ineludible lógica.

Los políticos se quejan muchas veces en sus comparecencias de las invectivas que les son lanzadas desde los medios y que, a su entender, contribuyen a avivar la animadversión que el ciudadano parece profesarles de manera generalizada, pero no se dan cuenta de que precisamente son muchas veces sus maneras de estar en el cargo e incluso sus propias declaraciones las que los ponen en evidencia. Un ejemplo palmario lo ofrecía una política municipal que, quejándose de la medida adoptada por la alcaldesa de Madrid de prohibir la entrada a la ciudad de los coches con matrícula par para contribuir a rebajar los niveles de polución en la atmósfera, se centraba en sí misma y en sus allegados como damnificados por la medida, en lugar de erigirse siquiera verbalmente como lo que es: representante de los conciudadanos en su conjunto. Y no es el único caso de ensimismamiento patológico; los hay que conduciendo programas, o compareciendo con asiduidad en los mismos, no cejan de citarse como modelos de esto y de lo otro… solo con ver sus maneras de figurar en las cuentas personales de las redes sociales, cualquiera puede percibir el narcisismo ambiente que les circunda como si de una aureola de santa egolatría se tratara.

Cuesta creer que gentes tan vanidosas se interesen por alguien allende ellas mismas.

Flotan nuestros representantes en la flotante realidad que vivimos, esa misma que ellos contribuyen a afianzar; todo es difuso y los vínculos de toda índole son transitorios, perecederos, de extrema labilidad… en un trasfondo de consumo sin remisión en el que todo es susceptible de ser asimilado por dicha evidencia, la política no se abstrae, funcionando de manera más o menos consciente para contribuir a fomentar el consumo como paliativo ante los cíclicos anquilosamientos de la máquina capitalista

Brotan los asuntos a abordar por los gestores políticos ya no de programas elaborados en base a un análisis de las demandas sociales, sino como ofertas de grandes almacenes que todos los actores tratan de asumir en aras de atraerse el favor de cuantos más de cara a unos u otros comicios. Los agentes políticos tratan de adherirse a todo aquello que crean que les puede otorgar réditos de cara a vigorizar su posición. Me viene a la cabeza la llamada telefónica de Pedro Sánchez al presentador Jorge Javier Vázquez para asegurarle que prohibiría el Toro de la Vega.

La política es un mercado más en el que el ciudadano ya no queda encuadrado tanto en la lógica de una u otra clase social como en un cada vez más pujante estado de las cosas socialmente atomizado en el que el individuo no orienta su elección tan condicionado por factores grupales, cual en épocas precedentes, como por su propio criterio ante la variadísima oferta que hoy puebla todos los estantes de nuestro existir, capaces de atraer incluso al más reticente en un momento dado.

Al político actual no parece interesarle el futuro; se centra meramente en la más candente actualidad. No muestra una sensibilidad socio-político-ecológica siquiera algo congruente con una sostenibilidad del entorno, de las pensiones, de los problemas territoriales… acostumbra a planificar y gestionar para el hoy (imponiéndose el corto plazo y la cortedad de miras); gran prueba de ello la tuvimos en España, con el tan traído y llevado asunto de la burbuja inmobiliaria, que tanto aceleró los niveles de crecimiento de la economía patria sobre una base firmemente asentada en el aire, como se puso de manifiesto una vez se empezó a desmoronar todo. A eso solo se le puede llamar irresponsabilidad, pero una irresponsabilidad que se consumaba al abrigo de unas formas de proceder influidas por una inmediatez e inminencia que no permiten la más mínima demora. Todo tiene que hacerse con rapidez, con efectismo y aparente eficiencia, soterrándose las prescripciones que lo desaconsejen, por autorizadas que sean o bien fundadas que estén.

Así las cosas, cabe apuntar que sería deseable el advenimiento de unas mayores cotas de urbanidad en el ámbito de la política con todo lo que dicha palabra comporta: “cortesía, comedimiento, atención y buen modo” (cf. en el DRAE); ¿qué piensan ustedes, creen que la política actual anda sobrada de los rasgos comprendidos por este término?

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