Las malas lenguas dicen que el producto italiano más exportado al mundo es la “Mafia” y gracias a ella llegaron al vocabulario del idioma soberano del planeta tierra – el inglés-americano – palabras típicas de la cocina italiana y precisamente de la gastronomía siciliana, calabresa y napolitana. No hay Mafia sin pensar en antipasto, bruschetta, Campari, espresso, cappuccino, macchiato, pasta, maccaroni, cannelloni, fusilli, linguine (o linguini), gnocchi, fettucine (o fettuccini), lasagna, ravioli, tagliatelle, spaghetti, tortellini, bucatini, polenta, pizza, gorgonzola, mascarpone, mozzarella, provolone, parmigiano (o parmesan), broccoli, peperoni (o pepperoni), zucchini (o zucchine), salsa, pesto, bologna (por mortadela), San Daniele (por jamón), calamari, scampi, vongole, seppia (o sepia), Chianti (vino toscano tinto de elevada cualidad), Negroni, Martini (vermut), marsala, soda, maraschino, grappa, nocino, gelato, zabaglione (o zabaione), pistacchio, cassata y tiramisú.
Don Vito Cascio Ferro inquebrantable jefe de la “Cosa Nostra” siciliana que construyó’ la primera familia entre los finales del siglo XIX y los primeros años del siglo XX, solía comer su “plato de macarrones” y nunca abandonó esta costumbre, tampoco cuando tuvo que trasladarse con el buque La Champán de Le Havre en Francia hasta Nueva York para escaparse de la justicia italiana. Los mafiosos encuentran en la mesa el lugar ideal y al mismo tiempo concreto para discutir de negocios, cerrar tratos, establecer treguas, sellar acuerdos de paz, conceder el perdón e incluso ajustar las cuentas con tiroteos sangrientos, porque el respeto, el honor y la lealtad se miden mirándose a los ojos durante una cuantiosa comida. No todos pueden sentarse en la mesa y el que recibe una invitación a almorzar no es uno cualquiera, ya se ganó el visto bueno del jefe y la admisión a ser cercano (“simple amigo” o “asociado”) o miembro de la delincuencia organizada, con eso tiene asiento en sus agasajos y de rechazar una convocatoria culinaria o de faltar a una boda, una comunión o un aniversario de uno de los segundos al mando, un capodecina o el mismo “Don”, genera sospechas y desconfianza, como si empezara a tomar distancia y alejarse de su protección para migrar hacia otros lados, de hecho, quien de la familia juega sucio, delatando, ocultando o traicionando, debe encontrar su última etapa de vida en el lugar donde la “honorable sociedad”, así la definen sus miembros, lo acogió. La Mafia tiene su código, según la tradición, cuando un “picciotto” (afiliado o soldado) recibe su bautismo le pican con una espina de naranjo amargo o un broche de oro el índice de la mano utilizada para disparar, luego, se mancha con la sangre que sale de la herida una imagen religiosa que es quemada por la llama de una vela, en aquel momento el adepto tiene que pronunciar el sagrado juramento: “Juro ser fiel a la Cosa Nostra, si traiciono este pacto de sangre que se quemen mis carnes como se quema esta estampita”.
También la Camorra, mafia napolitana, adoptó este ritual, conocido como “punciuta”, en los años 80’ del siglo XX cuando su jefe era el temible Raffaele Cutolo, pero con una variación, el soldado debía jurar sobre una biblia comiendo un trozo de pan y tomando algo de vino tinto, la sangre que chorreaba del corte provocado con un cuchillo clavado en la palma de la mano o en la muñeca salpicaba las páginas del sagrado texto y el padrino advertía al asociado: “Si traiciones el pan se convertirá en plomo y el vino en veneno”.
Se comprende que la asociación mafiosa empieza oficiando un ritual con un claro matiz religioso en que se desarrolla una perfecta imitación, en clave trágica, del pasto eucarístico, el afiliado ya no tiene su familia de origen sino un nuevo y predominante clan al que siempre debe darle prioridad, como se deduce de otras reglas (“ser puntual y respetuoso”, “siempre decirles la verdad a los mafiosos de rango superior”) en las que se le impone estar siempre disponible si el deber le llama hasta cuando “su mujer está a punto de parir”, y además, una ley no escrita: “Lo que se habla en la mesa se queda en la mesa”.
Este comedor, como muchas películas detallan, nunca está vacío, los hombres de honor se sientan con sus trajes de alta sastrería, a menudo envueltos en nubes de humo de cigarros y cigarrillos, y conversan mientras manducan, porque la comida produce comensalidad, la comensalidad la buena charla y la buena charla la confianza, entonces, reunirse no es sólo un placer sino también una promesa de fidelidad. Para los mafiosos comer y guisar es imprescindible, la cocina – entre hornillos, sartenes y ollas – es uno de los pocos lugares donde no sienten perder su actitud machista, por el contrario, se hallan muy a gusto, porque a través de las recetas pueden reverdecer la tradición de sus progenitores y mantener el lazo con su tierra ancestral, aun pueden romper a llorar al fruncir el perfume de un tomate de Pachino o de una naranja roja de Siracusa, viandas que caracterizan hitos de la existencia de Don Vito Corleone, interpretado por el inigualable Marlon Brando en El Padrino (1972) de Francis Ford Coppola. Hay dos secuencias de culto en la película, una en que el “Don” es acribillado al comprar una bolsa de naranjas en una frutería de Little Italy (Pequeña Italia), y otra, el epílogo, cuando, después de pasar el testimonio del mando al hijo Michael, muere de infarto jugando con su nieto entre los cultivos de “pomodori” (tomates) de su querido huerto. Lo cierto es que los tomates simbolizan la convivialidad durante momentos de fiesta o para soltar las tensiones con un atracón de macarrones, muy indicativa es la escena en que el “caporegime” Peter Clemenza (Richard S. Castellano), durante el acuartelamiento de los hombres de la familia en un seguro piso de Brooklyn, le enseña a Michael Corleone (Al Pacino) a cocinar un buen plato de pasta: “Chico, ven aquí, aprende algo, tal vez cocines para veinte sujetos algún día, lo ves, se inicia con un poco de aceite de oliva y se fríe algo de ajo, luego picas algo de tomates, lo haces puré, lo fríe y procuras que no se pegue, lo hierves primero y mezclas toda esta salsa con salchichas y albóndigas, ¿eh?, agregas un toque de vino, ¿eh?, un poco de azúcar, ése es mi truco”.
El hecho de que los mafiosos les tengan mucho apego a sus recetas lo confirma también el filme Uno de los nuestros (1990) de Martin Scorsese basada en la novela Wiseguy de Nicholas Pileggi. El guion contó con la contribución de Henry Hill, un asociado de la familia Lucchese entrado en el programa federal de protección de testigos en 1980, que consiguió 480 mil dólares por participar como consultor de la película y, sucesivamente, aprovechando del éxito de la misma, abrió un restaurante en Connecticut y se dedicó a comercializar su propia salsa de espaguetis. También el actor Paul Sorvino fue llamado a participar en varios programas televisivos de gastronomía demostrando ser un buen cocinero y un experto de comida italiana como en los momentos convívales del filme, particularmente, cuando en el papel de Paul Cicero se encarga de la preparación de la cena en una celda de la prisión disfrutando pasta, carne, pan y embutidos, a la espera de la venganza. Las dos cintas, El Padrino y Uno de los Nuestros, tienen unas curiosas anécdotas, por ejemplo, Ford Coppola no quería dirigir porque temía celebrar el fenómeno criminal mafioso reflejando su herencia siciliana, a pesar de eso, aceptó para juntar dinero y poner en marcha sus personales proyectos de cine independiente, la misma productora, la Paramount, estaba más interesada en una realización de serie B con una mínima inversión y el objetivo de ganar dinero fácil, por consecuencia, aunque no le agradaba Ford Coppola dado que era muy joven (31 años) y su precedentes trabajos habían fracasados, decidió lo mismo ficharlo antes la negativa de numerosos realizadores. El rodaje enfrentó un montón de problemas, ante todo la oposición y las amenazas de la Mafia y las quejas de varios senadores y representantes de origen italiana del estado de Nueva York, que se juntaron a la Liga de los Derechos Civiles de los italoestadounidenses para protestar contra la postura discriminatoria de la película, y luego, la imposibilidad de grabar con el presupuesto de 1 millón de dólares. Al final los dos asuntos se solucionaron, de un lado, se vinculó la filmación a unos consejeros de la “Mafia” y para interpretar el papel de Luca Brassi se contrató a Leonardo Passafaro, mejor conocido como Lenny Montana, que era un ex luchador profesional que estaba al sueldo de Los Colombo, una de las cinco familias que controlan el crimen organizado en Nueva York y en todo el litoral oriental, de otro lado, el director obtuvo que el presupuesto subiera a los 6 millones de dólares. Sea como sea, la “Cosa Nostra” tuvo injerencia en los ensayos, basta pensar que Joe Colombo le impuso al productor Albert Ruddy que nunca se debía pronunciar la palabra “mafia”, y que la mayor parte de los que participaban en la compañía tenían que ser italianos o italoamericanos, ese último pedido, tal y como refirió el productor ejecutivo Robert Evans, encontró también la aprobación de la Paramount, que quiso que la película fuera llevada a cabo por “mangiamaccheroni” (comedores de macarrones, definición que se encuentra por primera vez en una fotografía de Giorgio Sommer en 1860) para “que se pudiera oler el espagueti”.
La productora no deseaba repetir los fiascos de precedentes obras de gánsteres, por lo tanto el guion procedía directamente de la novela de Mario Puzo (Mafia era su título original sucesivamente cambiado por El Padrino), un emigrante nacido, extraña coincidencia, en el barrio Hell’s Kitchen (Cocina del Infierno) de la Gran Manzana, cuyos padres eran originarios de la comarca de Avellino, un pequeña ciudad que queda en el interior de la Campania poco lejos de Nápoles. El escritor había realizado la obra para ganarse la vida pero nunca le había gustado, cuando resolvió vender los derechos se encontraba en apuros, dado que su adicción al juego lo había puesto en peligro de muerte con unos corredores de apuestas, lo único que conocía de verdad del “bajo mundo”, en pocas palabras, o iba a pagar su deuda o le partían las piernas, algo que le explicó de manera clara al jefe de producción Robert Evans, que fue el que desde el principio orquestó el proyecto ocupándose de coordinar todas las actividades y que empujó a Puzo a colaborar con Ford Coppola en la adaptación del texto. De su originaria novela quedaron 163 páginas, pues, fueron cortados todos los saltos en el tiempo del libro y se guardaron exclusivamente los acontecimientos de la saga familiar que era lo que más le interesaba al director, lo realmente increíble fue el despido injustificado de Puzo después de los primeros rodajes y sin ver la versión final, razón por la cual no redactó unas de las escenas principales del largometraje (escritas por Robert Towne), como la del asesinado del capitán McCluskey y del cabecilla Sollozo. El homicidio está ambientado en un restaurante siciliano donde el policía corrupto, asesorado por el traidor, se come la especialidad de la casa, una sangrienta ternera, mientras los mafiosos deciden hablar en un raro italiano, similar a un lunfardo, para solucionar sus conflictos, pero, en el medio de la conversación, Michael Corleone pide ir al baño, y, a pesar de ser revisado, vuelve con un revólver anteriormente escondido detrás del inodoro para ejecutar a los dos acabando la cena. El cuento tiene mucho que ver con la realidad narrando la eliminación de Joe Masseria, el jefe de la que más tarde será denominada la familia Genovese. El “Don” fue acribillado en 1930 en Nuova Villa Tamaro de Gerardo Scarpato, su parador preferido en Coney Island, tal vez fue un cargazón de espaguetis con mariscos o las demasiadas botellas de Chianti que le impidieron reaccionar enseguida, lo que sabemos es que los mafiosos sólo beben vino tinto porque se confunde bien con la sangre, y cuando el entonces jefe de Nueva York levantó la taza de “espresso” para beber, seis balazos metieron en su cuerpo algo indigesto: plomo puro.
Cinco minutos antes su fiel lugarteniente Luciano Calabria, alias Lucky Luciano, se había ido a la toilette, reapareció para celebrar con sus sicarios, “los jóvenes turcos” (Vito Genovese, Joe Adonis, Albert Anastasia y Bugsy Siegel), la muerte de Joe The Boss doblado con la cara destrozada en el mantel sin poder terminar su café italiano y con la barriga llena de sabrosos antipastos, sopa, langosta “a la Fra Diávolo” y una variedad de ricos pasteles. El tremendo crimen acabó con “la guerra castellamarese” entre Masseria y Maranzano llevando al mando (1931-1946) al mismo Lucky Luciano, que utilizó su oportunidad después de salvarse de una brutal paliza en 1929, cuando acuchillado numerosas veces por hombres desconocidos y abandonado con la garganta despedazada en el bosque de Staten Island, sobrevivió fingiéndose muerto. La comida entre mafiosos siempre va manejada con cuidado porque esconde muchos peligros, la muerte de Masseria fue semejante a la que el mismo le proporcionó a Umberto Valenti, el jefe de una banda rival que disputaba su territorio, el cabecilla aceptó almorzar en un restaurante italiano de la Est 12th Street para concordar la paz, pero al salir de la tienda Luciano y otros dos matones lo liquidaron, la coincidencia es que aún Lucky Luciano, en 1962, falleció por un ataque de corazón después de beber un extraño café (algo que le pasó también a Michele Sindona, el banquero de la mafia, en 1986), esta vez el fallecimiento sucedió en el aeropuerto Capodichino de Nápoles entretanto charlaba con el guionista Martin Gosch, que estaba dispuesto con el apoyo del productor de Hollywood Barnet Glassmann a grabar una cinta sobre su vida, asunto que a la “Cosa Nostra” estadounidense no le gustaba considerándolo arriesgado por sus ocultos negocios. A pesar de ser el ideólogo de la teoría del submundo (“underworld”) en que la tranquilidad es el mejor aliado de las ganancias sucias, el primero en construir la comisión nacional de las familias en que actuaba como primus inter pares (primero entre iguales), y el hombre capaz de cambiar de manera irreversible el rostro de la criminalidad americana alejándola del modelo tradicional de la mafia siciliana, de hecho, en los anos 50' su estrella iba eclipsándose. Sin duda, su gran éxito fue la eliminación de Joe Massaria y Salvatore Maranzano, la muerte violenta de los dos se encajaba bien con la nueva lógica de la organización, los viejos patrones querían procrastinar los antiguos valores mientras que él deseaba una estructura moderna de matriz empresarial que iba a incluir todos los socios sin tener en cuenta sus orígenes, es decir que le daba igual si eran napolitanos, calabreses o hebreos, lo importante era ganar dinero, aspecto que los asociados tradicionales no toleraban al punto que consideraban Frank Costello como el “sucio calabrés”. Hay que remarcar que Maranzano también manejaba la actividad criminal con actitud comercial y militar, famosa su repartición del territorio de Nueva York entre las cinco familias y la definición del organigrama de cada una con un jefe, subjefes, caporegimenes y soldados, que le vino a la cabeza leyendo la historia del Imperio romano.
Con referencia a la mesa, Lucky Luciano, crecido en el barrio de Lower East Side, siempre mostró una propensión hacia una gastronomía internacional, disfrazado de cocinero elaboraba varios menús, pero el hombre que colaboró a ayudar el gobierno de Estados Unidos durante la invasión aliada en Sicilia obteniendo como contrapartida su libertad con deportación a Italia, tenía una carta preferida que comprendía:
Caviar y salmón ahumado
pastasciutta a las sardinas
solomillo de buey a la napolitana acompañado de espárragos a la crema de oveja
ensalada y sabayón
dulces de almendras.
Su biografía está narrada de manera camuflada en Érase una vez en América (1985) de Sergio Leone, cuando durante su adolescencia junto a los judíos Meyer Lansky y Bugsy Siegel, se dedicaba a robos, chantajes y vendida de heroína y morfina en el suburbio de “East Harlem”, en aquel tiempo nombrado “Italian Harlem”. En la película, muy linda es la escena en que uno de los chicos de la banda, Patsy, compra un postre para entregárselo a Peggy, una joven de vida alegre, a cambio de sexo, pero no resiste a la tentación de probarlo y esperando su llegada empieza a rebañar los bordes con los dedos. La comida demuestra toda su capacidad de seducción y certifica la ambientación multiétnica de la infancia del rey del crimen, visto que el pastel es comprado en una confitería judía en un tiempo en que los viejos mafiosos seguían declarando todo su apego a la manduca italiana, lo evidencia la obsesión por la naranja en las películas de El Padrino. Esta fruta aparece cada vez que se está por cumplir un homicidio o una traición, como en la secuencia inicial de la boda en que Sal Tessio (Abe Vigoda), aliado de la familia Corleone, se pone a pelar una naranja, seña que anuncia su sucesiva conspiración, o cuando en la feria del barrio italiano Don Fanucci palpa unas naranjas antes de ser matado por el joven Vito Corleone (Robert de Niro) que las recibirá en el mismo mercado como demostración de respeto, además, Michael Corleone (Al Pacino) tiene una entre las manos mientras platica con Don Tommasino (Vittorio Duse) sobre la posible deslealtad de Don Altobello (Eli Wallach), el mismo capo se la come en La Habana mientras mira con sospecho a Hyman Roth (Lee Strasberg) sentenciando su muerte por felonía, otra vez una naranja cae en la mesa durante la cumbre de los jerarcas mafiosos antes del tiroteo desde el helicóptero que se convierte en una carnicería, y por último aparecen los cítricos en el momento en que el nieto de Michale Corleone, Vincent (Andy García), liquida a Zasa (Joe Mantegna). Todos los hombres de honor de El Padrino viven a la sombra del naranjo que guarda un significado esotérico siendo el único árbol presente en el Jardín de las Hespérides, el huerto mágico de Hera situado en el oeste donde crecía dando sus manzanas de oro que proporcionaban la anhelada inmortalidad. La planta quedaba bajo la vigilancia de Ladón, un monstruo de cien cabezas, cada una hablando una lengua diferente, que según la interpretación de Diodoro, historiador nacido en la provincia romana de Sicilia, representaba el pastor humano cuidando su rebaño de ovejas, al parecer, los dioses gentiles eran personajes reales de un pasado mal recordado en que el sentido de los mitos no era alegórico ni fantasioso sino de pura naturaleza histórica y social. Esa lectura, definida evemerismo, refleja la sed de poder y respeto de los mafiosos, ellos quieren que su soberanía sea real y contundente en la vida cotidiana de las personas a la vez que ambicionan a la inmortalidad no tanto personal cuanto familiar, un objetivo que persiguen sustituyendo al dragón de las Hespérides por “El Pulpo” (“La Piovra” en italiano), un animal marino con muchos tentáculos en que hay diseminados cerebros pequeños conectados con el gran encéfalo, se trata de una imagen extraordinaria que simboliza la unión de los clanes bajo el mando de la gran familia del jefe de jefes. No es casual la elección de este animal carnívoro con los sentidos muy desarrollados, tres corazones y la capacidad de enfocar la vista a los cambios de luz, que aunque dotado de gran inteligencia, fuerza, memoria y aprendizaje, prefiere pasar su tiempo mimetizado en grietas – incluso arrugando su piel como una roca – y manifestar su presencia en la oscuridad, lo negro de la noche para cazar y lo negro de su tinta para escapar de los predadores. Este color trae a la mente la novela de Leonardo Sciascia, Negro sobre negro (1979), en que el escritor narra varios asuntos políticos, sociales y delictivos, como la muerte del bandido Giuliano y el asesinato de Aldo Moro, llegando a la conclusión de que Italia “es un país sin verdad”, donde el luto se lleva hasta que se cumpla con la venganza visto que no se puede esperar justicia.
Volviendo a la comida y a sus negocios, la carne es uno de los alimentos preferidos para ganar dinero, familias palermitanas como Di Maggio de Torretta, Badalamenti de Cinisi y Ganci de Palermo, desde siempre se dedicaron al comercio de este producto invirtiendo en mataderos y charcuterías, además, Tano Badalamenti, alias Don Tano, líder de la Comisión desde 1974 a 1978, fue el que organizó la llamada “Pizza Connection”, un tráfico de 1,65 mil millones de dólares en el que se usaban las pizzerías del medio oeste estadounidense, en que residía (Michigan) Emanuele Badalamenti, uno de sus cincos hermanos, para distribuir, entre 1975 y 1984, heroína y cocaína proveniente desde Oriente Medio. Lo de las pizzerías y de las tocinerías es un tema que vuelve a menudo en la historia y cinematografía de la Cosa Nostra tanto italiana cuanto estadounidense, atestiguando sus antiguos enlaces de sangre. En lo que concierne a la realidad, el asesinado de Louis Barbati en en el vecindario Dyker Heights de Brooklyn en 2016, estuvo relacionado con un jugo de tomate. El hombre dueño del restaurante L&B Spumoni Gardens de Bensonhurst, acusó a un ex-dependiente, Eugene Lombardo, de haber robado la receta de salsa para preparar pizza en su nuevo local de Staten Island, llamado The Square, pues, decidió ir a hablar con él acompañado por Francis Guerra y el jefe jubilado Anthony Colombo, dos importantes exponentes de la familia mafiosa Colombo que siempre ofreció “protección” a la tienda llegada a la cuarta generación. Lombardo, después de sufrir amenazas y un intento de extorsión de su rival, le pidió ayuda a Anthony Calabrese, cercano de otra familia de The Mob, los Bonanno. Durante una cita en el Panera Bread Cafe de Brooklyn, los dos clanes encontraron un acuerdo que preveía una indemnización de 4 mil dólares a favor de los Colombo, una cifra que estaba muy por debajo de su pedido (una cuota de la tienda o un resarcimiento de 75 mil dólares), probablemente, estos últimos siguieron chantajeando a The Square, así que la respuesta de los Bonanno fue acabar con Louis Barbati. Respecto a la cinematografía, Anthony Soprano, el protagonista de la formidable serie Los Soprano, usa la charcutería Satriale para diseccionar cadáveres de enemigos que tienen que desaparecer rápidamente, ya se habla de otra Mafia que ha perdido su identidad italiana y con la que se afirma una cocina mestiza, porque si es verdad que el jefe conserva los lazos con sus orígenes ingiriendo de manera desmesurada pasta, embutidos, cannoli, parrillada de carne (que organiza en el jardín de su casa) y el famoso “pollo alla cacciatora” preparado por su mujer Carmela, al mismo tiempo está acostumbrado a los manjares americanos como la naranja sintética, los botellones de zumo y leche, los sándwiches y los helados industriales, que oscilan entre la comida veloz (fast food) y la que basura (junk food). Por suerte, el mafioso moderno sigue yendo al restaurante, donde el amigo de infancia, el cocinero Artie Bucco, lo acoge con mucho cariño en la tienda El Nuevo Vesuvio para saborear los platos típicos de Avellino, su tierra natal. Vuelve otra vez este lugar desde el cual los progenitores de Anthony Soprano emigraron en búsqueda de una vida mejor, la que ha conseguido y que le permite transcurrir mucho tiempo en el Bada Bing, su club de estríperes y prostitución, en cuya trastienda recibe sus asociados y soldados para discutir de negocios, emulando las actitudes vanidosas de John Gotti, Don Teflon, que tenía su cuartel general en el Ravenite Social Club de Little Italy.
A lo mejor no es el género de mafia que deseaba construir en el nuevo mundo Don Vito Cascio Ferro, que desde 1909 organizó la emigración hacia Nueva York. El tío era muy reservado y sólo salía de casa cuando había que actuar, luego volvía y se ponía a la mesa para disfrutar su tradicional almuerzo en que nunca faltaban queso de cabra a la Caltanissetta y cassata, de otra parte, postres y comida de lujo siempre les gustaron a los mafiosos, en El Padrino III, Don Altobello muere sofocado por unos cannoli, mientras en la séptima sección de la cárcel Ucciardone de Palermo, los hombres de honor comían langostas y tragaban “Dom Pérignon” no teniendo nada que envidiar a las cajas de “Monsciandon” (Moët & Chandon) ordenadas por el cruel capo Toto Riina, apodado la Bestia o el Corto, para festejar cada vez que uno de los invitados a la mesa terminaba ejecutado por su decisión.
No todos los jefes eran tan pretenciosos, por ejemplo, el padrino Bernardo Provenzano prefería una dieta vegetal a base de achicoria, sin embargo, los que quedaron en la historia lo hicieron también gracias a sus menús, como el de Don Genco Russo, jefe de la organización siciliana, que en 1963 acogió a Frank Sinatra en el hotel Sole de Palermo, llegado como intermediario para solucionar unos contrastes entre las dos mafias, la italiana y la americana. El Don lo hizo esperar unas horas y media antes de recibirlo, “La Voz”, cuando lo vio, se arrodilló y le besó la mano derecha, pero su presencia al jefe le dio igual, no quiso escuchar lo que le mandaban a decir, hacía poco que había muerto Lucky Luciano y los nuevos mandatarios del país de Tío Sam se habían atrevido a cuestionar su poder, Sinatra tuvo que sentarse en una mesa del fondo durante un banquete en que le suministraron:
pasta-cicci (sopa siciliana a base de macarrones, carne de cerdo y garbanzos sumergidos en una mezcla de jugo y aceite de oliva)
bollito misto (carne acompañada de verduras cocidas)
una pierna de cordero a la manera de Agrigento (con salsa de anchoas)
alcachofas, espinacas y membrillos al horno
flan de castañas (para el postre).
El almuerzo abundante y sabroso no ocultaba el disgusto de Don Genco, el cantante fue ignorado y dejado de lado durante todo el tiempo de la comilona campesina, sin embargo, tuvo que guardar respeto y silencio, quizás mas tarde celebró su conducta en una canción, A mi manera (My Way), que contenía un claro mensaje:
Arrepentimientos, he tenido unos pocos
Pero igualmente, muy pocos como para mencionarlos.
Hice lo que debía hacer
Y lo hice sin exenciones.
Planeé cada programa de acción,
Cada paso cuidadoso a lo largo del camino.
Y más, mucho más que esto,
Lo hice a mi manera...
Pero al final,
Cuando hubo duda,
Me lo tragué todo y luego lo dije sin miedo.
Lo enfrenté todo y estuve orgulloso,
Y lo hice a mi manera..
Tiempo después, cuando los Gambino y los Colombo fueron convertidos en cadáveres, la estrella de Hollywood no sólo comprendió el enigmático silencio de Don Genco sino también que hay un un tiempo para callar y un tiempo para hablar.
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