WASHINGTON -- Resulta al parecer que hay forma de controlar el gasto
público sanitario: criticar deliberadamente la situación económica.
Cuando el paro sube, la gente pierde el seguro médico. Se conciertan
consultas con menor frecuencia; se aplazan las operaciones que no
revisten urgencia; se recorta el gasto en medicinas. Hasta la gente con cobertura se comporta de forma comparable, porque su salario puede bajar, por la precariedad laboral o porque quieren evitar el copago o las retenciones extraordinarias. Por supuesto, nadie defiende esto como legislación deliberada. Pero desde luego parece funcionar. Considérelo el tratamiento Neanderthal del gasto público sanitario.
Justo la semana pasada, las nuevas cifras del gobierno brindaban pruebas frescas. Durante el ejercicio 2010, el gasto público sanitario estadounidense creció un modesto 3,9%, cifra más o menos equivalente a la subida del 3,8% del ejercicio 2009. Fueron las subidas anuales más modestas en medio siglo de cálculo gubernamental del dato registrado. Como resultado, el gasto público en sanidad como porcentaje de la economía (producto interior bruto) se ha estabilizado. Fue del 17,9% del PIB durante ambos ejercicios. En el ejercicio 2010, esto equivale a 2,6 billones de dólares, alrededor de 8.400 dólares por cada uno de los 309 millones de estadounidenses.
Los analistas de la Red de Servicios del Medicare y el Medicaid (CMS) atribuyen la bajada del gasto público a la tesitura económica directamente. El impacto "se registró más rápidamente que… durante las recesiones previas", escriben en la revista especializada "Health Affairs". Un motivo fue la caída acusada de la cobertura sanitaria privada, que bajó de golpe de 10,9 millones de personas a 5,5 millones entre 2007 y 2010. Otra razón fue la débil renta familiar ("la menor renta familiar media ajustada a la inflación desde el año 1996").
Los nuevos cálculos del estado exploran los amenazantes límites del gasto público en sanidad. Piense:
-- Encabezado por el programa Medicare de los ancianos y el programa Medicaid de los pobres, el gasto público sanitario (1,164 billones de dólares en el ejercicio 2010) representa ahora el 45% de la factura sanitaria nacional, con respecto al 41% del ejercicio 2007.
-- El gasto familiar directo en salud (726.000 millones) supone el 28% del total, un mínimo histórico. (El gasto familiar incluye retenciones, letras del seguro, rebajas, copago y los demás gastos que salen del bolsillo del interesado).
-- Los centros hospitalarios (814.000 millones) y los médicos (689.000 millones) representan los mayores porcentajes del gasto sanitario. El gasto en medicinas (342.000 millones) ocupa un distante tercer puesto.
Naturalmente, hay escepticismo en torno a que la moderación del gasto público vaya a continuar. "Una vez la gente empiece a sentirse más segura", dice Larry Levitt, un destacado analista legislativo del colectivo Kaiser Family Foundation, "empezará a consumir servicios de salud de nuevo -- y el gasto se elevará".
Aun así, ciertas presiones bajistas sobre el gasto público pueden persistir. En el año 2010, las consultas médicas descendieron de golpe un 4,2% según IMS, una consultora de mercados especializada. A lo mejor los pacientes aprenden que ciertas necesidades se satisfacen mejor a través de una llamada telefónica o un correo electrónico.
Otro motivo de la rebaja del gasto es la caducidad de las patentes de las medicinas y un cambio en favor de los genéricos más económicos. Por ejemplo, al popular inhibidor del colesterol que fabrica Pfizer Lipitor le expiró la patente a finales de 2011. La introducción de los genéricos puede ahorrar un 70% ó más, y el ritmo de expiración de las patentes se está acelerando, según el consultor Michael Kleinrock, de IMS. De 2006 a 2010 expiró la patente de entre el 5% y el 6% de las medicinas al año; entre 2011 y 2015, la proporción crece al 8% y el 12%, calcula.
Por último, la Ley de Atención Asequible (alias Obamacare) impone ciertos recortes del gasto público. Por ejemplo, limitar anualmente los tipos de la compensación de los centros hospitalarios acogidos al programa Medicare de los ancianos. "Los hospitales han de compensar la mayor parte de los ingresos perdidos reduciendo gastos -- reduciendo el gasto administrativo, utilizando dispositivos más económicos o prescribiendo recetas de genéricos", dice Caroline Steinberg, de la Asociación Estadounidense de Centros Hospitalarios. Sin embargo, hay expertos que creen que el Congreso relajará las reglas de la compensación de los profesionales del Medicare si los centros hospitalarios se quejan mucho.
A estas presiones bajistas se oponen tres fuertes contrapesos: una actividad económica reanimada que alivia las inquietudes de la población en torno al gasto médico opcional; una sociedad envejecida que eleva de forma automática la necesidad de atención médica; y la entrada en vigor en 2014 de los capítulos de cobertura del Obamacare que amplían la cobertura a 30 millones de personas o más. Los afiliados consumen de forma rutinaria más cobertura que los que no están asegurados.
La sanidad plantea un dilema. Por una parte, todos queremos -- para nuestras familias y para nosotros mismos -- la mejor atención disponible, sin límites artificiales impuestos por marcos de regulación del estado ni por aseguradoras. Por la otra, no queremos que el desbocado gasto público sanitario desplace al resto de programas públicos ni deprima el salario post-retenciones. Las cifras del gasto más recientes engañan si sugieren que hemos superado ese dilema. El tratamiento Neanderthal es un sucedáneo desagradable, nada más.
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