WASHINGTON -- La reciente desclasificación de la transcripción de las
deliberaciones en 2006 del principal órgano legislativo de la Reserva
Federal suscitó un pequeño circo mediático. "Escasa Alarma Mostrada en
Primeros Momentos de Crisis Inmobiliaria", titulaba The Wall Street
Journal. The Washington Post convenía: "Mientras se preparaba la crisis
económica, la Reserva permanecía indiferente en apariencia". The New York
Times reiteraba: "En la Reserva en 2006: Crisis Inminente, y Ambiente
Festivo".
Las intervenciones de los integrantes del Comité Federal de Mercado Abierto
(FOMC) parecen a estas alturas desafortunadas. El primer encuentro en 2006
fue el último del gobernador saliente de la Reserva Alan Greenspan. Janet
Yellen -- la secretario por entonces del Banco de la Reserva Federal de San
Francisco y hoy vice de la Reserva -- decía "la situación que deja usted a
su sucesor se parece mucho a una raqueta de tenis con una cabeza enorme".
El Secretario del Tesoro Timothy Geithner -- por entonces director del
Banco de la Reserva Federal de Nueva York -- llamaba "formidable" a
Greenspan y sugería que su reputación ya sublime crecería todavía más. No
había ninguna impresión de crisis inminente.
Cierto todo, pero ello invita a plantear la pregunta capital: ¿por qué? Los
integrantes del FOMC no eran idiotas, no eran vagos ni estaban
desinformados. Podían convocar a un masivo gabinete de economistas para
realizar análisis. Y aun así, estaban desprevenidos.
No es cierto que no vieran el período de crecimiento inmobiliario ni que no
se dieran cuenta de que estaba acabando. En la primera sesión de 2006, un
responsable económico de la Reserva destacaba que "nos aproximamos a un
punto de inflexión del período de crecimiento inmobiliario. La pregunta
preferente ahora mismo es si sufriremos (a) un aterrizaje gradual... o una
contracción más acusada".
En esa misma sesión, la gobernadora del sistema de la Reserva Susan Bies
advertía que los estándares crediticios para la concesión de hipotecas se
habían flexibilizado peligrosamente. Explicaba que las letras de las
hipotecas de tipo variable se estaban disparando. Se temía que muchos
prestatarios no pudieran abonar las letras encarecidas. El lánguido
crecimiento inmobiliario preocupaba a muchos funcionarios de la Reserva.
Pero ellos -- y la mayoría de los economistas privados -- no llegaron a las
conclusiones idóneas. Casi nadie planteaba si el negligente préstamo
hipotecario no provocaría una crisis económica generalizada, porque América
no había sufrido una crisis económica generalizada desde la Gran Depresión.
Una verdadera crisis financiera difiere de la caída libre de los valores,
cosa común. Una crisis financiera implica la quiebra de entidades bancarias
entre otras instituciones, episodios de pánico bancario en múltiples
mercados y la pérdida contagiosa de riqueza y confianza.
Una crisis así no formaba parte de la experiencia en primera persona de los
integrantes del Comité de Mercado Abierto -- ni de nadie. Tampoco formaba
parte del razonamiento económico convencional. Dado que no se había
registrado en décadas, se dio por sentado que no podía suceder. Se habían
registrado burbujas inmobiliarias con anterioridad. Entre 1964 y 1966, la
compraventa de vivienda de nueva construcción se desplomó un 24%; entre
1972 y 1975, un 51%; de 1979 a 1982, el 39%; de 1988 a 1991, el 32%. La
caída de la construcción había alimentado desaceleraciones económicas y
recesiones. De forma que la pregunta natural parecía ser: ¿estará
sucediendo esto ahora? La respuesta parecía ser "no". La forma de la
economía en general era fuerte. Este es el motivo más evidente de todos de
que hubiera una actitud inconsciente en el Comité de Mercado.
Pero no es la principal razón, que sigue sin identificarse de forma
generalizada. Desde la década de los 60, la dinámica de la legislación
económica ha pretendido suavizar los ciclos de la actividad económica. Las
democracias anhelan prolongadas horquillas de prosperidad, y los
economistas se han disfrazado de tecnócratas con las herramientas para
solventar los ciclos de crecimiento y contracción alternados propios del
capitalismo pre-Segunda Guerra Mundial. Resulta que exageraron lo que
sabían y lo que sabían hacer.
Se da la paradoja de la legislación económica. Cuanto más se logra
prolongar los períodos de prosperidad a corto plazo, más se estimula el
comportamiento desestabilizador a largo plazo entre empresas, entidades
bancarias, consumidor, inversores y estado. Si creen que la estabilidad
elemental está garantizada, correrán más riesgos -- suavizarán los
requisitos crediticios, se endeudarán más, practicarán más maniobras
especulativas, flexibilizarán la política salarial y los precios -- que
finalmente desestabilizarán más la economía. Los largos periodos de
prosperidad auguran crisis más acusadas.
Desde la Segunda Guerra Mundial, esto ha sucedido en dos ocasiones. Durante
la década de los 60, la denominada "nueva economía" prometía que,
manipulando los presupuestos y alterando los tipos de interés, se podían
asfixiar los ciclos de actividad. El consiguiente período de expansión se
extendió a lo largo de la década de los 60; la crisis se prolongó hasta los
primeros años 80 e incluyó una inflación del 13%, cuatro recesiones y
máximos mensuales del paro en el 10,8%. El episodio más reciente fue el de
la denominada Gran Moderación de la Volatilidad, paralelo prácticamente al
paso de Greenspan por la Reserva (1987-2006), momento en que hubo solamente
dos recesiones suaves (1990-91 y 2001). Ahora atravesamos la contracción.
La Reserva estaba desprevenida sobre todo porque pasó por alto la
posibilidad de un periodo de contracción posterior al decrecimiento. No se
dio cuenta de que su éxito a la hora de mantener la prosperidad -- algo por
lo que se entroniza a Greenspan -- podría sembrar las semillas de un
fracaso más grave. Se convenció de la noción exagerada del "progreso"
económico constante.
La Gran Moderación engendró a la Gran Recesión. Una implicación es que una
economía cortoplacista menos estable se vuelve más estable a largo plazo al
recordar a todo el mundo riesgos e incertidumbres. Sacrificar los períodos
prolongados de crecimiento podría amortiguar los períodos de contracción
posteriores. Pero esta noción no resulta atractiva a los economistas ni a
los políticos. Irónicamente, la moraleja de la crisis económica es ignorada
a propósito.
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