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Catorce años después

Hoy, catorce años después, algunos quieren que olvidemos y, sobre todo, quieren prostituir el lenguaje y que sigamos utilizando sus eufemísticas palabras. Insisten en la paz. Pero no puede haber paz, porque nunca ha habido una guerra
Javier Montilla
lunes, 6 de febrero de 2012, 07:52 h (CET)
Era la una de la madrugada de una noche que amenazaba lluvia. Una hora que quedará grabada para siempre en la calle Don Remondo de Sevilla como la de la vergüenza. Ese día hasta el fresco relente que subía por las calles vecinas en el gélido invierno sevillano se paró en seco. Ese día, el barrio de Santa Cruz, siempre tan azul y morado y sumergido eternamente en un baile de claveles y buganvilias, se detuvo en un negro azabache que amenazaba luto.

Ese día, 30 de enero de hace catorce años, Alberto Jiménez-Becerril y su esposa, Ascensión García, atravesaban con una sempiterna sonrisa la célebre plaza Virgen de los Reyes, el antiguo Corral de los Olmos, encuadrada por la torre de la Giralda y la inigualable catedral. Caminaban lentamente, junto al Palacio Arzobispal, como tantas veces, bebiéndose Sevilla a cada minuto rumbo a su casa. Esa Sevilla en sus labios que diría Romero Murube. No había nadie por la estrecha calle Don Remondo, con un breve recorrido iluminado por la luz de la entrada principal del antiguo hotel Doña María. Qué poco iban a imaginar ellos que al llegar a la esquina de Cardenal Sáenz y Flores, unos pasos muy ruidosos hicieran volver la cabeza a Alberto. No hubo tiempo para reaccionar. Un asesino de ETA le disparó fríamente en la sien, hincándole mientras apretaba el gatillo una mirada de odio en los ojos. No cabía mayor muestra de asquerosa ideología. Esa ideología fanática, vil y asesina. Ascensión gritó aterrada. Cómo iba ella a saber que, segundos después, recibiría un tiro en plena frente. El tiempo se detuvo y se hizo el Silencio. Ese silencio que, en no pocas ocasiones, es sinónimo de Sevilla. Ellos no venían de ninguna guerra, ni pertenecían a ningún ejército, ni siquiera odiaban al que pensara diferente. Iban hacia su casa, donde les esperaban tres niños a los que jamás volverían a ver. Su único pecado fue no comulgar con las ideas totalitarias de ETA. Y eso para unos asesinos, en nombre de una supuesta patria vasca, es imperdonable.

Hoy, catorce años después, esa es la calle que siempre me sacude un nudo en la garganta, cuando regreso a Sevilla. Calle melancolía en la memoria de los sevillanos, lugar por donde algunos prefieren dar un rodeo para no recordar. Tal vez porque allí hay un silencio que emociona, o que nos hiere, o que nos avergüenza. O, acaso, todo a la vez.

Hoy, catorce años después, me gustaría volver a aquel lugar, permanecer en silencio, sentir la cicatriz que aún perdura en nuestra memoria, recordar a Alberto y Ascensión y seguir adelante, reclamando justicia por los adoquines del barrio de Santa Cruz, aunque sea envuelto en el dolor.

Hoy, catorce años después, algunos quieren que olvidemos y, sobre todo, quieren prostituir el lenguaje y que sigamos utilizando sus eufemísticas palabras. Insisten en la paz. Pero no puede haber paz, porque nunca ha habido una guerra. ¿Por qué no decimos claramente que lo que realmente hace falta es libertad?

Hoy, catorce años después, quieren que olvidemos cómo el asesino De Juana Chaos, el mismo que segó la vida a veinticinco guardias civiles en la Plaza de la República Dominicana de Madrid, mostraba su alegría, tras la muerte de Alberto y Ascensión, escribiendo en una carta que los lloros de las víctimas eran sus sonrisas y que terminarían a carcajada limpia.

Hoy, catorce años después, algunos tienen la tentación de olvidar. Y algunos como Otegui siguen siendo hombres de paz. Y tal vez ese es el camino para la derrota, como parece estar llevando a cabo Patxi López, la impunidad y la exoneración de penas.

Hoy, catorce años después, algunos miembros destacados del Partido Socialista, con Rubalcaba a la cabeza, quieren una amnistía para aquellos que asesinaron vilmente a Jiménez-Becerril y su esposa. O a Silvia, la niña de Toñi Santiago, cuyo único delito fue ser una niña feliz, hija de un Guardia Civil. O a Jesús Ulayar. O a Miguel Ángel Blanco. O a Gregorio Ordóñez. O a Fernando Múgica. O tantos otros. Tantos como motivos hay para que, frente a la impunidad que nos advierten, se imponga la justicia.

Hoy, catorce años después, parte del clero vasco, que amparó y consintió que muchas familias de tantas víctimas sacaran los cadáveres de sus familiares por la puerta trasera de las Iglesias, mientras se las abrían de par en par a sus asesinos, continúen amparando a los cómplices de los asesinos.

Hoy, catorce años después, los que nunca han condenado a los asesinos de Alberto Jiménez-Becerril están en las instituciones, gracias al Tribunal Constitucional y al gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Son los Sortu, Amaiur y Batasuna, que para el caso es más de lo mismo.

Hoy catorce años después, algunos quieren que no haya un final de ETA con vencedores y vencidos. Y eso no se puede permitir, porque equivaldría a equiparar a los asesinos de Alberto Jiménez-Becerril con sus víctimas.

Hoy, catorce años después, algunos queremos volver a Sevilla, volver a  mirar la placa homenaje en la calle Don Remondo en memoria de Alberto y Ascensión y sentir que seguimos estando en deuda con todas las víctimas del terrorismo. Tal vez porque si hay algo que les debemos no solo es la memoria y la dignidad. Les debemos poder mirarlas a los ojos y explicarles que se va a hacer justicia con la muerte de sus seres queridos y que para ello no se va a pagar ningún precio político. Estoy seguro de que esa sería la postura de Alberto Jiménez-Becerril si hace catorce años no se hubiera cruzado en su camino un asesino de ETA. 

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