Nunca diré que “la cosa pinta mal”, sino que “tiene mala pinta”. Es una cuestión, en el fondo, más morfológica que otra cosa; y como los modismos varían, sería raro también que entre la “excelsa” clase política escucháramos la locución “a corto plazo” –tan en boga entre los tecnócratas a finales de los sesenta- sustituida por una que a algunos les suena mucho más “in”: “en el medio plazo”. Pues bien, dejando a un lado cuestiones más o menos semánticas, convengamos en que “la cosa” tiene, en efecto, muy mala pinta a medio plazo (considerando como “medio” un tiempo comprendido entre los dos y tres años) El proceso de desestabilización de Europa ha comenzado en Grecia. Podría haberlo hecho en Portugal, quizá en Irlanda, acaso en Italia o España. En realidad, dónde haya empezado a desmoronarse ese absurdo castillo de naipes en que se fue convirtiendo la Unión Europea durante la última década del pasado siglo y la primera del presente, es lo de menos. El hecho es que ya está en marcha y es imparable; aunque casi nadie –me refiero a los que se les supone sabedores de la situación- se atreva a decirlo. La pérdida de credibilidad de los políticos, con independencia del partido al que pertenezcan, la desfachatez con que mienten, la ausencia de auténticos programas de gobierno, la improvisación manifiesta con que acometen reformas que afectan sustancialmente a la vida de millones de personas, contribuyen más y más a que el magma social de la insatisfacción vaya adquiriendo temperatura y densidad. La población griega, sometida a una presión difícil de soportar, ha empezado a manifestarse en la calle, y ya no de forma pacífica, sino con brotes de violencia repelidos por los antidisturbios. Se ha iniciado una peligrosa dinámica; una violencia con dos cabezas: la del pueblo, que ve cómo muchas de las conquistas sociales logradas desde la Revolución Industrial van a ser reducidas a niveles difíciles de predecir, y la del Poder, frente al cual el concepto de democracia acaba siendo papel mojado en el momento en que se cuestiona su legitimidad desde la calle. En España, a no mucho de los famosos “cien días”, que, según se dice, deben pasar para enjuiciar la labor de un gobierno novato, es difícil resistir la tentación de decir que ya resulta bastante improbable que este salga airoso de la prueba. El ciudadano podría afirmar que el PP le ha mentido nada más hacerse con el Gobierno. Me refiero, claro está, a la subida despiadada de impuestos. Y por si esto no fuera suficiente, la reforma laboral, improvisada y chapucera, deja inermes ante sus empresas a cientos de miles de trabajadores. ¿Es esto gobernar? ¿Dónde está la inversión en el tan traído y llevado I+D+I, elementos que combinados podrían contribuir a que nuestro país dejara de ser sólo una potencia turística cuya economía se basa fundamentalmente en el sector servicios? Nadie habla ahora de ello; es más, se ha recortado el presupuesto para la investigación. La verdad es que el Gobierno del PP produce la misma impresión que daba el del PSOE, y que Rajoy no dejaba, con razón, de criticar. Da la sensación de que gobiernan a impulsos del momento, de que ocultan una buena parte de la verdad y de que hasta sus más recónditos pensamientos están controlados desde Berlín. Las fumarolas del volcán han comenzado a expeler sus gases en Grecia. Pronto aparecerán otras por el resto del Continente.
|