Después de todo lo que ha tenido que padecer la justicia durante estos gloriosos años de democracia, en especial las interferencias del poder político, uno se puede esperar ya cualquier cosa en torno a una sentencia judicial; pero he de confesar que la polvareda que se ha levantado por la inhabilitación del juez Garzón me ha dejado estupefacto. Vale que la figura del magistrado tiene ese aire de justiciero del antifaz que levanta pasiones; pero, aun así… Estamos hablando de escuchas a los imputados en la cárcel mientras preparaban la defensa con sus abogados. Vale que sean culpables (supuestamente), vale que son unos chorizos de mucho cuidado y que probablemente representen los más chusco y deleznable de nuestra sociedad. Podían ser el demonio en persona; pero nuestro Estado de Derecho establece que todo el mundo debe tener un juicio justo.
Como siempre en estos casos de zozobra moral lo mejor es refugiarse en el arte, esta vez voy al cine. El enorme Paul Scofield interpreta a Tomás Moro en Un hombre para la eternidad, papel que ya hiciera para teatro. Hacia la mitad de la película se desarrolla mi escena favorita, después de que el escurridizo espía Richard Rich abandone el salón de la casa de los Moro. Alice, la esposa del humanista y santo inglés, le increpa -¡Hazle arrestar!-, a la interrogación de Moro ante esta petición le contestan el coro de voces familiares desde su candida hijita, -¡Padre ese es hombre es malo!-, hasta el impetuoso pretendiente de esta, William Roper -¡Por libelo y espía!-. -Mientras todos habláis se ha ido- desespera Alice ante lo que Moro contesta, -sería libre de irse aunque fuera el diablo en persona hasta que violara la ley-. Hay esta el quid de la cuestión, Moro no hará nada que contravenga la ley, no arrestará arbitrariamente a un hombre sólo por ciertos indicios no comprobados. Roper no se rinde y creyendo haber hallado en un renuncio al jurista le espeta, -vaya, con que daríais al diablo el beneficio de la ley-.
-Sí, y tú qué harías, dar un rodeo alrededor de la ley para coger al diablo- le interrogó Tomás Moro.
-Sí, me saltaría todas las leyes de Inglaterra para hacerlo-.
-Ya…y cuando te hubieses saltado la última ley y el diablo se volviese contra ti dónde te esconderías Roper si las leyes son planas. Este país esta sembrado de guerras de costa a costa, leyes humanas no divinas, si te las saltaras, y eres muy capaz de hacerlo Roper, crees de veras que podrías resistir impasiblemente los vientos que se levantarían. Sí, yo concedería al diablo el beneficio de la ley por mi propia seguridad-. Ahora ya se ven las cosas un poco más claras. En efecto “este país esta sembrado de guerras de costa a costa”, si nos saltamos la ley para coger al diablo (los imputados del caso Gürtell) no podríamos resistir “impasiblemente los vientos que se levantarían”. El caso del juez Garzón es muy claro, no es un intrincado juego de malabares jurídicos que nadie entiende por sus tecnicismos. Las escuchas están ahí y estas violan el legítimo derecho a la defensa, Garzón hizo esas escuchas con el conocimiento de que no debía hacerlas, por tanto prevaricó. Como se ha dicho muy acertadamente el fin no justifica los medios.
El problema más grave que se manifiesta en todo esto es una escasísima cultura democrática entre la sociedad española, un muy deficiente conocimiento del Estado de derecho y una inclinación malsana por la ley del ojo por ojo, por el linchamiento público y por la checa. Si ante el primer robo, asesinato o demás actos de perversión nos entregamos al sálvese quien pueda y que los culpables paguen hasta con la última gota de su sangre. Si admitimos el todo vale a la hora de atrapar a los malos estaremos derribando las barreras que nos protegen frente a la arbitrariedad. Entonces nos pareceremos muy mucho al estado franquista al que Garzón quería sentar en el banquillo. La justicia no se ha quitado la venda como dijo el señor Cayo Lara, a la justicia le han quitado la venda, la túnica y hasta la faja, jueces como Garzón para poder cepillársela cada noche y hacer de su capa un sayo cuando a él le viniera bien. Por eso era necesario condenar a Garzón, por nuestra propia seguridad, para que se le pueda seguir concediendo el beneficio de la ley al demonio.
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