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Tiempos finales | |||
Los indicadores sociales marcan esta era como la sima más profunda del devenir humano | |||
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El indicador más significativo de los muchos que existen para medir el grado de evolución de cada civilización, sin duda ha sido y es la Cultura. El centro de equilibrio de poder se ha ido moviendo a lo largo de la Historia, pasando de la aristocracia a diversas formas de organizaciones humanistas o populares, si bien, a lo largo de los siglos, paralelo al desarrollo político y a la estructura de las diversas sociedades, se desarrolló una Cultura que, en suma, fue el principal exponente de su grado de desarrollo, así desde su faceta tecnológica como desde la puramente artística. Deteniéndonos en este último aspecto, el de su arte, es él el que, más allá de los afanes del Estado y sus conquistas, nos refiere el grado de elevación moral, las aspiraciones vitales de los individuos que conformaron esas sociedades y la síntesis de su civilización. Quienes hemos tenido ocasión de viajar –aunque sea por imposiciones laborales-, nos hemos visto empujados a una profunda reflexión cuando nos hemos enfrentado a los vestigios que han sobrevivido al tiempo de culturas o civilizaciones hoy extintas.Desde Tihuanaco a Nínive y desde Angkor a Teotihuacán, abundan por todo el globo restos de Culturas que desparecieron en la protohistoria, pero que supieron legarnos una impronta de sus afanes más íntimos que les sobrevivió, trascendiéndoles. Y no sólo en cuanto a su costosa y perfeccionista arquitectura o a la delicadeza del arte que caracterizó a cada pueblo, sino también, en muchos casos y ya entrando de puntillas en la Historia, como en el caso sumerio o el babilonio o el egipcio, retazos de una poesía y una literatura que nos grafican con palabras sus aspiraciones más sublimes, sus creencias más íntimas y sus deseos más ardientes, base y sentido para que emprendieran buena parte de aquellas obras en piedra que nos legaron, dejándonos un mudo testimonio de su existencia. Un camino que tomaron otras culturas posteriores, recogiendo el testigo de una carrera que aspiraba a lo más alto, a comprender, acaso, a la misma divinidad, o, al menos, la esencia de la condición humana. Fueron los griegos, primero, y el Renacimiento y el Siglo de Oro, después, los que continuaron la andadura, alcanzando límites de perfección nunca más igualados. Un ascenso continuado de milenios a una invisible cumbre que, sin embargo, a fines del XVIII se torció por alguna razón, derivando en una corrupción del arte que aún hoy no ha cesado de caer en el abismo. Desde más menos este siglo, es como si los hombres hubieran abandonado sus aspiraciones más sublimes y hubieran comenzado a derrotar por atajos del más acá o si como si se hubieran despeñado por un abismo por el que todavía caemos. Con honrosas excepciones, es en este punto donde comienza una degeneración moral y artística que no parece tener fin, cual si la sima por la que nos precipitamos no tuviera fondo. Primero, el impresionismo emborronó los perfiles; luego, el expresionismo y el cubismo rompieron las formas; y más tarde –sintetizando para comprender-, las demás corrientes que las subsiguieron fueron matizando una inequívoca tendencia al caos y el desorden, paralelamente a lo que la sociedad misma sentía y a las matanzas cada vez más crueles que iban a abarcando al género humano. Misma cosa que sucedió en todas las demás expresiones del arte –con honrosas excepciones, repito-, desde la literatura a la escultura, pasando por esa nueva manera de expresión artística que nació para deformar y pervertir la Historia y la condición humana, que es el cine. No hace falta ser un excepcional observador para establecer un paralelismos entre la degeneración artística y la moral de las sociedades contemporáneas y de cada uno de sus propios estados, únicamente fijándose en los acaecimientos que han marcado cada época. Imagen y reflejo. A medida que lo más sublime o espiritual ha ido siendo exiliado del sentir de la civilización contemporánea, su propio arte propende al horror, a la vulgaridad o a lo ridículo. ¿Qué clase de sociedad, si no, podría admirarse del espanto del abstracto o considerar que es arte que un individuo enlate sus excrementos?... La respuesta a esta cuestión no es necesario ni graficarla. Así, desde esa distancia neutral que permite la observación en perspectiva del conjunto de la andadura humana, parece que los artistas, en realidad, han sido ni más ni menos que las fibras sensibles de sus sociedades, una especie de receptores que intuían por dónde estaban trazándose las mimbres del porvenir y a qué horizonte se proyectaban las sociedades de las que formaban parte. Hoy, con esas excepciones que confirman la regla, se puede comprender que vivimos tiempos finales, porque no puede alcanzarse mayor grado de corrupción artística, no importa en qué rama o subgénero reparemos. Si los grandes compositores de música se encuentran hoy en la sección de ofertas de las tiendas de música y lo más estridente, absurdo o simplón configura las superventas, no es distinto de cuanto acaece con la literatura, hoy reducida a una escritura chata y sin propósito que no trata de adentrarse en ningún paraíso, sino contar con las palabras más vulgares y sin plástica alguna historias que no conducen sino a una degeneración de los propósitos vitales de la propia especie, por cuanto el autor o el editor no tienen claro sino que desean fama y dinero. Y así con todo. Los artistas, sin saberlo, por esa sensibilidad especial que les caracteriza cual si fueran los cilios de la sociedad, están captando antes que el grueso de la masa social que no hay un más allá, que estamos viviendo un momento sin más porvenir que el mero presente, acaso porque hemos llegado al final de un ciclo. El arte no precisa de intérpretes, sino que es una comunicación entre espíritus. Cuando uno contempla con detalle una obra de David o de Miguel Ángel o de Velázquez, por ejemplo, sabe a ciencia cierta que se le está hablando al espíritu en un lenguaje de color, geometría visible y oculta, y, aunque no sepa el espectador nada acerca de astrología o de procesos iniciáticos o sea demasiado versado en mitología y lo que ésta representa, recibe un mensaje de que todo, absolutamente todo, está enlazado y unido como si fuera un lenguaje divino o que aspira a ello. Es tal cual lo que, con sus artes expresivas, nos refiere Plutarco o Aristófanes o Cervantes, yendo un paso más allá de la simple historia que refieren para meter sus dedos en una llaga de eternidad de donde proviene o adonde se dirige el Hombre. La aspiración, en fin, a comprender la dimensión espiritual del ser humano. Hoy, nada de todo eso sucede. Todo es comercio simple y duro, todo es chato, vulgar, desestilado, una cuestión pecuniaria o de modas, artificios que no dudan en convertir a esa misma espiritualidad en mercancía y al Hombre en un sucedáneo de sí mismo. Y, sin embargo, los artistas siguen siendo las células sensitivas de la sociedad y las sociedades les consienten que carezcan de cualquier talento para el arte, acaso porque en nuestros días unos y otros han comprendido que, o bien jamás llegaremos adonde nos propusimos llegar como especie, o porque hemos desistido del paraíso y ya nos conformamos con el infierno. Si el arte ha sido a lo largo de nuestro devenir el espejo en el que nos hemos mirado como especie, se pude afirmar que nunca antes reflejó algo más feo. Puedes conocer toda la obra de Ángel Ruiz Cediel: Un autor que no escribe para todos (Sólo para los muy entendidos) |
Empiezas a escribir, y unas líneas después, tras uno de esos espacios blancos y silenciosos, entras como en un pequeño paseo por la imaginación, por la unión con la memoria, por el tránsito de la poesía a la novela pasando por el teatro. ¡Es como una conjunción de estrellas! A veces, al escribir se nos pueden presentar dos dramas: uno, la imposibilidad de parar el tiempo porque escribes más y más, y dos, la imposibilidad alguna vez de decir lo que realmente queremos expresar.
Actualmente, frente al relativismo y el escepticismo parece que cada vez es más necesario, un enfoque o planteamiento universalista de los problemas económicos y sociales. El neoliberalismo individualista no reconoce los Derechos Humanos en su integridad, lo que impide el logro de la justicia social y también la consolidación de políticas solidarias, que apoyen suficientemente a las capas desfavorecidas, de las sociedades de los diversos países.
Sophie Barut transforma el bronce en historias de resiliencia. Esta arquitecta de interiores, escultora y escritora francesa ha convertido su propia experiencia vital en un testimonio sobre el poder transformador de la fragilidad y la belleza que emerge de las circunstancias más adversas.
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