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Álvaro, un héroe anónimo

Álvaro no es un joven corriente. Es un titán que lucha por la convivencia en un territorio donde el nacionalismo ha invadido todas las esferas de la vida y ha condenado al exilio a cerca de 200.000 vascos
Javier Montilla
jueves, 19 de abril de 2012, 07:14 h (CET)
Álvaro tiene diecinueve años. Estudia periodismo en la Universidad de Navarra. Le gusta la montaña, viajar y es un seguidor acérrimo de la Real Sociedad. Cosas que a simple vista pueden parecer normales. Pero Álvaro no es un joven al uso. No presume de nada, ni se imagina que es un héroe, pero su hazaña cotidiana en la comunidad autónoma vasca le convierte en un símbolo para la libertad.   

Álvaro nació el año en que ETA asesinó al funcionario de prisiones José Ramón Domínguez Burillo. José Ramón salió de su vivienda en el barrio de Martutene para dirigirse a su trabajo en la prisión guipuzcoana. No volvería jamás. Dos pistoleros de ETA, Juan Antonio Olarra Guridi y José María Iguerategui Gillisagasti, lo aguardaban en la calle y, tras acercarse por la espalda, le dispararon dos tiros en el cuello y la cabeza. Álvaro nació el año en que fue asesinado en Bilbao el sargento mayor de la Ertzaintza Joseba Goicoetxea Asla de varios disparos cuando circulaba en su vehículo particular. Y Álvaro vino al mundo el año en que un coche bomba estalló en Madrid. Ese fatídico día, la banda terrorista ETA asesinaba a seis militares y un civil que viajaban en una furgoneta oficial, haciendo detonar a su paso un potente coche-bomba, cargado con 40 kilos de amonal. En el atentado murieron siete personas. Las víctimas eran los tenientes coroneles José Alberto Carretero, Javier Baró Díaz-Figueroa, Juan Romero Álvarez y Fidel Dávila Garijo, el capitán de fragata Domingo Olivo Esparza, el sargento de la armada Manuel Calvo Alonso y el funcionario del ministerio de defensa que conducía la furgoneta Pedro Robles López. Posiblemente Álvaro no lo sepa, pero de las catorce víctimas asesinadas por la banda terrorista el año en que él nació, siete lo fueron en ese brutal atentado.

Diecinueve años después, Álvaro es un adolescente. Pero las cosas no han cambiado demasiado. Algunos se empeñan en hacernos creer que el infierno se ha acabado, que ya no volverán los días en los que había que salir de casa mirando a izquierda y derecha. Que se acabaron esos fatídicos días en los que había que mirar debajo del coche para comprobar si había una bomba lapa. Que el tiro en la nuca forma parte ya de la hemeroteca y de la exigua memoria colectiva. Que ETA está acabada. Que la democracia ha vencido. ¿Pero de verdad alguien piensa que si ETA no consigue sus objetivos últimos no volverán a matar? Qué triste que esta sea la tónica mediática y que haya ese menguo intento de manipular los sentimientos patrios para que se admita un final sin justicia, un final con diálogo. En definitiva, un final con una puerta falsa. Pero Álvaro se niega en rotundo. Quiere un final de ETA con vencedores y vencidos, sin ninguna concesión. Es lo que tiene ser un díscolo y no comulgar con las ruedas de molino del oyarzabalismo y del eguigurenismo. Dos corrientes que se autoproclaman en las antípodas y que son la misma vertiente con diferente envoltorio. Acaso con distintas formas, tal vez más pulcras las populares, pero con la misma indigencia moral.

Álvaro es un héroe aunque no lo sepa. Hace pocos días Álvaro se encontraba en la parte vieja de San Sebastián, junto con dos amigos. Estaban charlando, hablando de política, reflexionando e intercambiando experiencias. De repente, ante sus ojos apareció un grupo de unos cien energúmenos protagonizando ese sempiterno festival erótico-folclórico de las pancartas. Nada nuevo. Es la misma película de todos los viernes. La turba aberzale mostrando carteles con asesinos de ETA con el beneplácito de un ayuntamiento bilduetarra, que aplaude a rabiar mientras desprecia a las víctimas. Es esa horda repugnante que reclama amnistía para unos presos políticos, que no son héroes, son asesinos. Toda una estampa de la vergüenza colectiva de una sociedad que mira hacia otro lado mientras se cansa de repetir la palabra paz con la boca pequeña.

Álvaro se levantó rápidamente de su asiento y les desafió con su mirada. Sin pensar en las posibles consecuencias de lo que hacía, le recriminó a unos cuantos que lo que llevaban eran nombres de asesinos. Demasiada provocación para unos energúmenos que se crecen en manada. Fascista. Maketo. Gora ETA. Iremos a por ti. Me das asco. Franco mató a mi abuelo. ¡Qué poco originales! Toda una manifestación de odio que les impide ver más allá de sus tripas rotas por el rencor, por el canibalismo salvaje, por la mente corrompida por las pistolas, por las amenazas y por la sangre.

No exagero. Álvaro no es un joven corriente. Es un titán que lucha por la convivencia en un territorio donde el nacionalismo ha invadido todas las esferas de la vida y ha condenado al exilio a cerca de 200.000 vascos. Es un héroe en una tierra donde la libertad es una quimera. Una tierra en la que mientras los escaños los ocupan los terroristas con el dinero de nuestros impuestos, las asociaciones de Víctimas del Terrorismo, como la Fundación Gregorio Ordóñez, pasan penurias económicas. ¿Cabe mayor afrenta y vergüenza?

Álvaro es un héroe. Porque piensa, como tantos otros, que mientras haya extorsiones, coacciones y la libertad se coarte, no puede haber normalidad. Por eso, se rebela contra una sociedad anestesiada, adoctrinada, con muchos complejos y que en un gran porcentaje no cuestiona en nada al nacionalismo. Ni el de capucha ni el de Sabino. Es la excepción de una sociedad conformista, obediente, manejable, que no se ha revelado contra el nacionalismo, sino que se ha convertido a él para vivir sin miedo.

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