El ciudadano se sienta al fin, cansado, al borde del camino y se pregunta: ¿Qué he hecho yo para merecer esto?
Parece como si desde hiciera algo más de un mes el mundo se hubiera paralizado o, más bien, escondido tras una espesa cortina de humo y lo contempláramos como sombras proyectadas de manera difusa sobre una pared rocosa y yerta. Otra versión del “mito de la caverna”; aunque no será Platón esta vez el que nos haga girar la cabeza para ver la realidad, sino que seremos nosotros, si de verdad lo deseamos, quienes tendremos que hacer el esfuerzo de interpretar lo que sucede… aun a riesgo, cómo no, de equivocarnos. Otra vez más, la lucecita del sentido común puede ser la que nos guíe por ese tortuoso sendero.
Explicaciones sobre lo que ha venido sucediendo en nuestro país desde le pasado 1 de octubre las hay para todos los gustos. No hay más que encender la televisión o la radio para comprobar cómo tantos sesudos y consabidos tertulianos se afanan en ganarse el pan “tratando de enfocar el problema catalán”; aunque las conclusiones a las que llegan resultan tan difusas como si quisiéramos contemplarlas a través de un caleidoscopio; es decir, no las hay.
Escuchamos con frecuencia cantos de Circe a los que debemos hacernos los sordos: los pseudo argumentos de los independentistas y sus voceros (muchos de ellos periodistas) parten de premisas falsas a las que debemos enfrentarnos si queremos desbrozar un poco el camino hacia las verdaderas motivaciones. Hay uno, acaso el más ramplón, que puede resumirse a manera de silogismo: Una nación ha de tener una lengua y cultura propias/ Cataluña tiene ambas/ Luego Cataluña es una nación (En la conclusión, los separatistas añaden “independiente” y de ahí deriva el problema) Esta “lógica” de andar por casa se enfrenta con el escollo de que casi cada región de las que forman un país podría aducir lo mismo; en España y fuera de ella, Y si me apuran, cada pueblo. El independentismo y su correlato, el separatismo, se basan en una manipulación sistemática de la Historia, creando dos realidades antagónicas: la nuestra y la del Estado opresor. En el caso catalán (como en el vasco y, en menor medida, el gallego) hacen tabla rasa de nuestra vida secular en común; del hecho de que millones de españoles tenemos antepasados catalanes, vascos, gallegos, andaluces, valencianos, castellanos, extremeños, riojanos, aragoneses, asturianos, leoneses… y de que España es una gran amalgama de todas esas partes; se olvidan a propósito (luego no olvidan, sino que pretenden olvidar) que desde hace muchos siglos –tantos que, por lo menos, habría que remontarse al momento en que los cristianos empezaron a desembarazarse del yugo musulmán- formamos parte de un proyecto común que ha ido consolidándose a lo largo de mucho tiempo y muchos avatares y que, pese a muchos, nos convirtió en uno de los países más importantes del mundo (no digo “poderosos”, para que no me reprochen la añoranza de un “pasado imperialista” que no tengo) Los separatistas odian la Historia porque ésta les desenmascara y pone al descubierto una realidad muy inquietante, ante la que pueden formularse varias preguntas: la primera, Qui prodest? ¿A quiénes beneficia, en realidad, toda esta convulsión? ¿Acaso a los catalanes?
La respuesta a esta pregunta compleja tiene varias partes y puede comenzar a responderse dando un “NO” categórico a la última de ellas: la independencia de Cataluña no beneficiaría a los catalanes, ya que, entre otras razones, los situaría fuera de la Unión Europea y a buen seguro que el “resto del Estado” (es decir, España sin Cataluña) ejercería su derecho a vetar un hipotético intento de la “República Catalana” de solicitar su ingreso en la Europa comunitaria. El descalabro económico del nuevo estado sería inevitable y sus consecuencias a nivel social, devastadoras. Sin embargo, esa situación de enajenación que sufre buena parte de la sociedad catalana le impide ver esa realidad. Certeza sobre la que ni los más recalcitrantes expertos en economía osan discutir.
Siguiendo el sendero en penumbras de la búsqueda de la verdad, alumbrados por la tenue luz que proviene del farolillo del sentido común, es fácil llegar a la conclusión de que si la independencia perjudicaría a los catalanes en su conjunto, debería de haber al menos un grupo que saldría beneficiado. Y como le ocurrió a Champollion cuando, a través de los cartuchos que contenían nombres regios, descifró la Piedra Rosseta, surgen varios nombres, pero en especial uno: la familia Pujol. Junto a ellos vendrían los chambelanes, los comparsas y hasta los bufones (Mas, Trias, Godó etc.) e iría saliendo a flote todo el entramado de sinecuras de una oligarquía económica que ha venido extorsionando al Estado desde hace trescientos años y que, cuando se le acabó el llamado “victimismo” como argucia, no ha dudado en manipular la Historia hacia sus propios intereses. Para ello, además, ha aplicado una eficaz “ingeniería social” (inmersión lingüística, control de la propaganda valiéndose de los medios de comunicación etc.) que ha contado con el “laissez faire”, cuando no con el decidido beneplácito (etapa de Zapatero) de los distintos gobiernos que ha habido en España desde 1977.
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