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Empezando a ser viejos

Cuando el destino nos alcance ya no habrá vuelta atrás
Francisco J. Caparrós
miércoles, 4 de abril de 2018, 07:24 h (CET)

Se me antoja que van a tener que pasar todavía algunos pocos años para que los coches puedan conducirse por sí mismos, es decir, sin la intervención directa del ser humano. Hemos sido testigos, estos últimos días, de lo peligroso que puede resultar ponerse al cien por cien en manos de la tecnología. Y es que solamente a un inconsciente se le ocurriría dejar su vida en manos de una máquina, que por muy elaborados que resulten los algoritmos sobre los que se sostienen sus reacciones mecánicas, no deja de ser sólo eso.


Sin embargo no seré yo quien reniegue terminantemente de ellas, si es que algún día la carrera iniciada por los automóviles Tesla en América, Nissan en Japón o BMW en Europa, alcanza una meta segura tanto para pasajeros como para transeúntes. Aunque por mi edad, dudo que llegue a verlo algún día. Como he dicho, van a tener que pasar bastantes años, tantos que acaso trasladarse en un vehículo convencional se convierta, por entonces, en algo ciertamente anacrónico.


Qué nos depara el futuro, no tengo ni la más remota idea. Que he sentido la necesidad de lucubrarlo, también. Pero, ¿quién no ha especulado en alguna ocasión acerca de la modernidad? Lo verdaderamente insólito sería pensar lo contrario. Envidia sana, en buena parte. Que me gustaría poder contemplarlo, por supuesto. De hecho, pagaría una generosa suma para llegar a ser testigo, aunque fuese solamente durante unos breves e intensos momentos. Pero, para entonces, nuestro tiempo ya se habrá acabado. Será el tiempo de nuestros hijos, nietos y bisnietos, y nuestra obligación es hacer hoy todo lo que está en nuestra mano para que ese futuro esperanzador pueda hacerse realidad en buena lid.

Sólo tengo un pero que interponer a la inteligencia artificial, si es que efectivamente se le puede llamar tal que así, y es que se intente por todos los medios adjudicarle una cualidad que sólo un ser vivo sabría qué hacer con ella, y que no es otra cosa que destilar emociones. Pretender adherirle esa cualidad, aparte de inverosímil, se me antoja aberrante, pero no por mí sino por el grueso del reino animal, a quienes ciertamente debemos mucho más que simple complacencia.

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Huyendo del frío, y sin entrar, como canta Sabina, en las rebajas de enero, ronda uno las calles entre cientos de rostros que asimismo vagan por la ciudad, hombres o mujeres, seres singulares, pues en la calle no existen los colectivos, solo las personas concretas.

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